periodismo

Días de dolor

Son días duros en Compostela.

Una tragedia sin precedentes en mitad de una semana de fiestas, que ha quedado vacía de todo sentido. Nadie se atreve a sonreir. Se entiende como una ofensa a esas familias que esperan todavía a identificar a sus muertos para poder llorarlos. Nadie se atreve a celebrar. No hay motivos sino es para honrar a quienes subieron a un tren que iba a Ferrol pero cuya estación final ha sido la eternidad, si acaso existe tal cosa.

Desde luego, hemos avanzado en la gestión de las crisis. Primero fue la unidad ciudadana, demostrando que todavía somos humanos, que empatizamos con nuestros semejantes, que sentimos su dolor. En segundo lugar, ha venido la unidad política. Por una vez, nuestros representantes han estado en su sitio, midiendo al milímetro los protagonismos excesivos.

Otra cosa es la unidad del periodismo. Una vez más, gruesas dosis de cainismo, de ajustes de cuentas, de reproches, de lecciones, de baboseo entre compadres, de «qué bien hablo de mis amigos y qué mal de mis enemigos», de juicios sumarios, de ataques a medios que publican según qué fotos y no críticas a quienes las han hecho… Esto demuestra que los periodistas estamos todavía muy por detrás de la sociedad a la que, presuntamente, servimos.

He tenido el infortunio de estar en primera línea de la tragedia, viendo de cerca todo lo que ocurría. No piense que lo impactante son las imágenes de un tren retorcido y calcinado rodeado de cadáveres tapados por mantas. Eso ya aparece en las películas. Lo más duro es la angustia de esas personas que esperan, esperan y esperan una noticia, buena o mala, acerca de su ser querido, que agotan cualquier esperanza por vana que sea, incluso cuando los clavos ardiendo comienzan a escasear. Ese vivir en un vilo, esa desazón, esa incertidumbre rodeada de dolor, es contagiosa. Y te impregna el alma como si también fueses tú quien ha perdido a alguien.

Descansen en paz.

Piando…

…que es gerundio.

Hace algún tiempo que vengo rumiando algunas reflexiones sobre esta cosa del Twitter, en qué se ha convertido no sólo socialmente, sino también profesionalmente para la secta periodística. A nivel ciudadano, nos han hecho creer que podemos participar más activamente ¿en programas de televisión? ¿en la radio? ¿en foros de debate? Un sumatorio de mentiras que sólo revela una realidad: es un mecanismo para ajustes de cuentas entre las dos Españas. En 140 caracteres, eso sí. Al menos que el insulto sea breve, que dé tiempo a olvidarlo pronto para pasar al siguiente, aunque ninguno de ellos sea original. Todo acaba reducido a un duelo al sol entre los que arrojan el «facha» a la cabeza y los que te replican con un «socialista ladrón» a las costillas. Este es el nivel de debate del común de nuestra sociedad tuitera, más o menos el mismo que se deja su tiempo en comentar las noticias de los periódicos. Sobre ese feo hábito hace algunos meses que ya hablé, señora.

Peor todavía es convertir el Twitter en una herramienta para hacer periodismo de salón, para el comentario agudo de quienes quieren ser más importantes que sus propias noticias. Enseñaban en la universidad (al menos cuando yo salí de allí) que el periodista debe huir de todo protagonismo, permanecer en un discreto segundo plano, porque ese papel relevante le corresponde a su trabajo. Nosotros (y aquí me incluyo) no nos dedicamos al vedettismo, sino a la información, a trasladarla de una manera más o menos directa al ciudadano, bien a través de la inmediatez de un teletipo, bien mediante un artículo de fondo más sosegado donde se expliquen las claves de un acontecimiento. Ese debe ser nuestro papel.

En esto llegó el canarito azul. Y algunos han descubierto que son personalidades tan importantes, tan sumamente doctas, poseedores de tamaña auctoritas, que su afilada y certera opinión debe ser conocida por el común de los mortales cual maná caído del cielo. Es el periodista que con la mano derecha toma notas y con la izquierda crea opinión. Porque su opinión es importantísima para el desarrollo de la sociedad. Así al menos lo manda su ego, al que se le quedan cortas las restricciones de caracteres. Ahora no eres nadie si no eres un plumilla tuitero, que no se limita a redirigir informaciones, sino que demuestras tu talento sin igual impartiendo lecciones morales, éticas y profesionales urbi et orbe, como el Papa asomado a su balcón del Vaticano pero en un único idioma y en lo que dura el coito de un conejo. Es una competición entre estupendos, a ver quién es más ingenioso, menos previsible, más guay. Una cuchipanda felatoria donde todos no son buenos, sino mejores. LOS mejores, claro está.

Es la deturpación final de la profesión, la puntilla definitiva, el entierro del periodismo como el arte de contar las cosas que pasan en tiempo semi-real (porque hacerlo a toro pasado tiene otro nombre: historia) para dar paso a la era del chascarrillo, donde los medios no son sino una excusa para que los individualismos y los personalismos despachen con indulgencia y a golpe de ocurrencia a esos pobrecitos lectores que necesitan ser guiados hacia la verdad absoluta, de la que ellos son sagrados custodios.

Humildad

No debería escribir este post. El sentido común es una luz roja de emergencias que atruena en mi cabeza y me pide que deje de teclear en este instante. Pero las vísceras se han apoderado de la poca razón que me queda. Porque asisto a un ejercicio de hipocresía mayúsculo, de un esnobismo tan grotesco que me rebelo, de un clasismo profesional que roza lo zafio. Procuraré no dar nombres, aunque me va a entender de sobra, señora. Ya sabe que hay un diario en este país que ha despertado a la crisis en los últimos meses. Lo cierto es que la ha capeado con entereza durante años, mientras la tormenta arreciaba en la competencia. Y este diario, durante décadas un referente de la profesión, va a atravesar el durísimo trance de despedir a una parte de su plantilla. Cuando un periódico echa a su gente está amputándose miembros vitales, que podrán ser transplantados en un futuro para mantener las constantes, pero que nunca se regenera del todo. No voy a entrar en las excusas que la empresa ha puesto para justificar el tijeretazo a un tercio de la redacción. Las miserias de las patronales periodísticas son denominador común. La mentira, las cuentas falseadas, la demagogia, las medias verdades… Todo vale para justificar que lo importante es que los directivos mantengan sus sueldos. Aunque por delante se pierdan empleos. Aunque haya familias que pierdan su fuente de ingresos. A ningún magnate de la prensa le importó eso nunca.

Mi enfado es con la profesión. Así se lo digo. Porque yo comparto solidariamente el rechazo al ERE en este periódico, del que no soy lector. Pero también entendí como una derrota de nuestra sociedad el cierre o los despidos en otras cabeceras.  Y por ellas no hubo artículos laudatorios, rasgaduras colectivas de vestiduras, campañas en las redes sociales, lágrimas al por mayor, performances urbanas para intentar concienciar a la población de que tienen que comprar el periódico. Toda esta oleada de compasión no la hubo cuando otras empresas periodísticas acometieron procesos igualmente sangrantes de despidos. Las barbas no se pusieron a remojar cuando cortaban las de los vecinos. Porque era la prensa de derechas. Y a esa da igual que la puteen, que la machaquen, que la hundan en la miseria. Porque para un amplio sector de la profesión, es una prensa que sobra. Para algunos, ni siquiera es periodismo, sino propaganda camuflada. Y ridiculizarla es un deporte no sólo aceptado, sino incluso alentado. Denle gracias al tuiter. Esa superioridad moral hizo que muchos mirasen a otro lado cuando los diarios del centro-derecha español empezaron a despedir gente.

Es una visión sectaria. Profundamente sectaria. Y muy real, señora, muy real. Hay un sector de la profesión, militante de una ideología muy concreta (que no de un partido) para el que la verdad está depositada en un medio. Y por tanto, el resto son perfectamente prescindibles, porque se dedican a la difusión de la mentira, a propalar mensajes subvencionados con un fin radicalmente opuesto al noble propósito de informar. Es ese mismo periodista que se cree en un púlpito (laico, claro) para impartir doctrina, para enseñar el oficio como el orfebre suizo que lega el arte de los relojes a sus aprendices. Es la peste de la moral única, esa que no acepta a quien entiende la vida o la profesión de otra manera.

Yo no me alegro de la desgracia ajena. Sería un indeseable. Pero todo en la vida deja enseñanzas. Y esto no es sino una lección de humildad. Aunque me temo que ni siquiera aquí va a haberla. Porque hasta en la desgracia, habrá quien mire por encima del hombro al resto de pobres por el simple hecho de haber recibido más aplausos en la despedida. Es como el chiste de los muertos del cementerio, en el que uno se jacta ante otro de que tuvo más plañideras en su entierro, olvidándose que bajo tierra, ambos son pasto de los mismos gusanos.

Detalles

A veces, en los detalles está el sentido de las cosas. Titular de hoy mismo en un diario: «Denuncian la desaparición de una mujer en Santiago cuando iba a pagar la cuota del gimnasio». No es una desaparición cualquiera, porque la susodicha no es una morosa impenitente, sino que tenía una clara vocación de saldar sus deudas. Lo interpretamos así porque el periodista (la información va sin firmar) destaca eso en la cabecera, y por tanto, debe tener una relevancia específica. Porque podría decir a secas que desapareció cuando iba al gimnasio. Quizás consideró oportuno aclarar que no iba a practicar ejercicio, sino a abonar la cuota. ¿De qué manera condiciona eso la percepción que tengamos de la noticia? El matiz era necesario. Ya verá, señora. Si usté dice que va al estanco, inevitablemente va a comprar tabaco o algún elemento complementario para fumar. Pero un gimnasio abre un abanico de oportunidades. Y aquí el periodista acierta a señalarlas.

Debajo de esta noticia, otra de pelaje similar. «Un Seat 600 arrolla a cinco personas que participaban en una procesión en Salvaterra». Lo importante, coincidirá conmigo usté, señora, no es el atropello, sino el modelo del vehículo. No le damos la trascendencia que tiene, pero está ahí, delante de nuestras narices. Porque si hubiera sido un todoterreno, en vez de cinco estaríamos hablando de una docena de afectados. Piense que ese titular da también para que una familia, mientras desayuna con el periódico encima de la mesa, pueda exclamar «¡vaya, todavía hay 600 por el mundo!». El detalle da pie a la conversación. Es en estas pequeñas cosas en las que el periodismo es útil para la sociedad. Otra relevante es que ese mismo periódico, esta misma noche, vale para envolver plátanos y ponerlos en la parte de abajo del frigorífico.

Animalitos

Más noticias. El papel está últimamente que lo tira. Dice el diario de la capital compostelana que hay una jueza ahí en Fontiñas que va a los juicios con su gato. El cronista (me resisto a llamar periodista al autor del artículo) juguetea con el nombre del minino, con las rarezas de su señoría y con su pareja, «que pulula con naturalidad por la sede judicial y a veces se hace cargo del gato, con el cual sale del edificio, llevándolo sobre el hombro», lo que a juicio del escribiente «indica que se trata de un felino educado que no da mayores problemas de conducta». Esto lo aderezamos con detalles de su paso por anteriores juzgados, con alguna declaración sacada de contexto, con una foto de un gato (desconozco si es el que ha desatado la polémica) y acusándola de fumadora impenitente, incluso en la sala de vistas. Porque tú podrás ser mejor o peor juez, podrás decir barbaridades públicamente y socavar tu independencia, pero lo que no te consiente el Consejo General del Poder Judicial es que fumes. Se empieza con eso y se acaba gaseando al personal en Auschwitz.

Ya sabe usté, señora, que un servidor es esclavo del humo, aunque sea de uno muy concreto y determinado que nunca podré olvidar, por lo que no soy objetivo a la hora de juzgar estas cosas. Pero me parece más peligrosa la existencia de jueces políticos a la de jueces excéntricos. El problema es que ya estamos acostumbrados a los primeros, y como hay que rellenar páginas de papel aunque sea con tonterías, al ciudadano siempre le gusta conocer chascarrillos de los segundos por si alguna vez debe justificar que sea condenado. Tampoco le oculto que poco más se puede esperar del medio en cuestión, donde las líneas rojas de la vergüenza ajena se cruzan con demasiada frecuencia.

Liturgias

Creo que los periodistas tenemos un punto onanista. Algunos son pajilleros profesionales, no lo niego. Yo no sé exactamente en qué lugar ponerme. Porque nos encanta lo nuestro y regodearnos en nuestros pequeños placeres. He llegado aquí, a esta masturbatoria conclusión, tras descubrir que a mí lo que me pone del blog es la pequeña sonata que compongo cada vez que tecleo en el ordenador. Ese delicioso crujir de letras, que se convierte en adagio interrumpido cuando no tengo claras las ideas, pero que es una sinfonía coral cuando la inspiración se digna en apoyarse en mi hombro. Es la liturgia de la creación, por un lado están las formalidades del rito, por otro la poquita creatividad de la homilía. Yo no puedo escribir en cualquier teclado. Lo siento. Los que están para el desguace me ponen muy nervioso, chirriando y desafinando mi concierto. Tampoco los que me exijan pulsar con demasiado ahínco. Muero por esos de tecla achatada, casi a ras de plástico, que con una mínima caricia regalan banda sonora y letra. Lo que me hace pensar cómo serían aquellas viejas redacciones, con las máquinas de escribir bramando cual sala de máquinas de una lavandería, lavando más blanco que nadie.

Así que cuando vea que un post sólo dice tonterías, incluso si se percata de que se suceden los días en que no doy una a derechas, compadézcase. Piense que mientras la neurona está apagada, hay un pobre periodista seducido por unas teclas que susurran en sus oídos.

Miseria

Ha acertado, señora, voy a hablar de la profesión periodística. Hay títulos que son muy significativos. Mi ex oficio anda revuelto. Hoy tropecé con un compañero, ya veterano y curtido en mil batallas, que perdió su empleo con casi cincuenta años (si es que no los calza ya). De nada le sirvió haber desempeñado con la mayor de las profesionalidades su trabajo, haber defendido su independencia y rigor, alejarse de cualquier tentación partidista o acomodaticia. Su empresa consideró que o bien cobraba mucho (tanto no sería ya que era redactor de a pie) o que no aportaba valor añadido al producto informativo. Lo primero es poco probable, y si lo segundo fuera cierto, desde luego el empresario es un completo necio. Así que con veintitantos años de carrera, se encuentra en una situación novedosa: está en el paro. Y las alternativas que tiene son colaboraciones gratuitas con medios precarios (que no valoran su formación ni su valía, sino que sólo quieren rellenar contenidos como quien hace churros) u ofertas sonrojantes pensadas para explotar a los recién licenciados pero que no engañan a alguien con un cierto recorrido en el negocio. Es la miseria en que anda sumido el oficio. A los profesores, a los médicos, a los funcionarios en general se les está bajando el sueldo entre un 5% y un 10% de media. En el sector de la comunicación, las reducciones salariales oscilan entre el 15% y el 30%. ¿Acaso los periodistas somos menos importantes en la sociedad que los trabajos anteriormente referidos? A la vista de las retribuciones, la respuesta es afirmativa.

Es en este camino de pobreza, de socavamiento constante de la dignidad de un colectivo, por donde transita la profesión, que se está dejando jalones de integridad en esta crisis, aprovechada por los empresarios para apretar cada día un poquito más. Habrá quien diga que la muerte de los medios convencionales será suplida por Internet y sus mandangas, por esas redes sociales infames que confunden opinión con información, que desconocen el concepto «priorizar» y lo confunden con «manipular». Ya sabe, señora, que hace años que vengo despotricando acerca del «periodismo ciudadano», tóxica denominación que está dando la puntilla a muchos puestos de trabajo. Hay motivos para preocuparse. Porque en un mundo donde un buen periodista, acreditado y solvente, es despedido porque «gana mucho», los periódicos tienen un problema. Y no se engañe, la sociedad también.

Porque, a este ritmo, ¿cuándo empezaremos a pensar eso de los políticos?

Conspiradores

Una figura social que emerge en estos tiempos difíciles es la del teórico de la conspiración. A su juicio, ningún acontecimiento es fruto del azar, sino que es el resultado de tramas urdidas por poderes fácticos (fácilmente reconocibles o no), que sólo buscan la consecución de sus propios intereses. Debo ser de natural ingenuo, porque creo que en este mundo las cosas ocurren con más naturalidad de la que creemos. Me admira, en cualquier caso, el minucioso trabajo de recopilación no ya de pruebas, sino de levísimos indicios que sostengan sus elucubraciones. Esto, claro está, los obliga a estar siempre a la defensiva, aunque a su lado pase una ancianita pidiendo limosna o una tierna madre primeriza empujando el carrito de su bebé.

Que yo me pregunto si la vida no se disfrutará mejor sin estar pendiente a la pared por si el vecino hace demasiado ruido arreglando un reloj, o si el pescadero trae chipirones tres días seguidos en lugar de luras, o si un político dice una frase en tiempo compuesto o en tiempo simple. Una de las cosas que aborrezco de la (mi) profesión periodística es esa creciente tendencia a entrever conspiraciones por todas partes, con la consiguiente autoproclamación del plumilla como valeroso desenmascarador de las mismas. En sus manos está devolver la Justicia (con mayúsculas, que para eso tenemos el ego subido) al mundo, arrancar la venda que ciega al ciudadano ignorante, aleccionarlo en la (su) verdad absoluta. Menos mal que nos quedan los periodistas. Qué haríamos sin ellos.

Solterías

Este post engaña, ya se lo aviso, señora. No va de estados civiles, sino de profesiones. Hay quien da el «sí quiero» a su oficio, sospecho que por una insustancialidad general de su existencia, porque no ha conocido otra cosa, para curar frustraciones vitales, e incluso por compromiso con los valores en que cree. Todas las opciones me parecen posibles, algunas más válidas que otras, y bastantes las considero absurdas. Estos matrimonios profesionales pueden ser muy parecidos a los civiles. Cabe la opción de que haya cariño, incluso satisfacciones comparadas a tener niños o disfrutar de una vida sexual plena. Pero quien abdica de su realidad para existir exclusivamente en el plano profesional corre el riesgo de despegar los pies del suelo.

Respeto a quienes se hayan casado con el periodismo. Pero desde luego, es un oficio que folla muy mal. Me inclino por la soltería y por una sana abstinencia. Porque a la que te descuidas, te baja los pantalones y te da un susto por donde no debe. No soy un arrepentido del periodismo, porque una vez mantuve un intenso noviazgo con él. Incluso llegué  a pensar que pasaríamos por el altar. Conseguí despertar de este espejismo a base de golpes bajos, que hoy no agradezco lo suficiente. Y puedo contemplar el paisaje, mientras otros compran sus trajes de novio. Les deseo lo mejor, aunque me parezca una forma muy triste de querer ser feliz.

Del año que termina…

…me quedan un puñado de imágenes en sepia, fruto del pasado que ya representan en mi vida. Como tal lo recordaré, como una etapa de toma de decisiones, de cambios sutiles y radicales, de puntos y aparte. Apenas hay un elemento de continuidad en este 2011, que es mi deliciosa adicción al humo y a la ópera, que como ya sabe usté, señora, se remonta incluso al 2010, por lo que tampoco son cuestiones novedosas. Atrás dejaré este año un piso, un trabajo y, por encima de todo, una profesión. Lo primero puede parecer superficial, pero cuando todo mi paso por Santiago había transcurrido hasta entonces dentro de las mismas cuatro paredes, hay muchos recuerdos que se amontonan.

Me quedo con el giro vital en los dos últimos aspectos. Cambio de oficina y de responsabilidades, como ya sabe. Y ello, implícitamente, tiene aparejado una sustancial variación en la forma que se tenga de entender el periodismo. Ha sido un salto con red, confieso, pero no por ello menos osado. Echo la vista atrás y contemplo ocho años de más alegrías que sinsabores. Muchas más. Y de mejores compañeros, aunque incluso en eso haya alguna excepción. Todo esto es ya agua pasada, tanto como los viajes a Milan, Robledillo, Bilbao, Oviedo, Londres, Sevilla, Madrid, Turín, Barcelona o Valencia durante 2011. Son postales propias que duermen gustosas en la caja de seguridad de mi memoria.

Por delante, el nuevo año, la vida a todo color, en pantalla de 70» y con sonido envolvente. Pero eso, señora, es otro post.