No debería escribir este post. El sentido común es una luz roja de emergencias que atruena en mi cabeza y me pide que deje de teclear en este instante. Pero las vísceras se han apoderado de la poca razón que me queda. Porque asisto a un ejercicio de hipocresía mayúsculo, de un esnobismo tan grotesco que me rebelo, de un clasismo profesional que roza lo zafio. Procuraré no dar nombres, aunque me va a entender de sobra, señora. Ya sabe que hay un diario en este país que ha despertado a la crisis en los últimos meses. Lo cierto es que la ha capeado con entereza durante años, mientras la tormenta arreciaba en la competencia. Y este diario, durante décadas un referente de la profesión, va a atravesar el durísimo trance de despedir a una parte de su plantilla. Cuando un periódico echa a su gente está amputándose miembros vitales, que podrán ser transplantados en un futuro para mantener las constantes, pero que nunca se regenera del todo. No voy a entrar en las excusas que la empresa ha puesto para justificar el tijeretazo a un tercio de la redacción. Las miserias de las patronales periodísticas son denominador común. La mentira, las cuentas falseadas, la demagogia, las medias verdades… Todo vale para justificar que lo importante es que los directivos mantengan sus sueldos. Aunque por delante se pierdan empleos. Aunque haya familias que pierdan su fuente de ingresos. A ningún magnate de la prensa le importó eso nunca.
Mi enfado es con la profesión. Así se lo digo. Porque yo comparto solidariamente el rechazo al ERE en este periódico, del que no soy lector. Pero también entendí como una derrota de nuestra sociedad el cierre o los despidos en otras cabeceras. Y por ellas no hubo artículos laudatorios, rasgaduras colectivas de vestiduras, campañas en las redes sociales, lágrimas al por mayor, performances urbanas para intentar concienciar a la población de que tienen que comprar el periódico. Toda esta oleada de compasión no la hubo cuando otras empresas periodísticas acometieron procesos igualmente sangrantes de despidos. Las barbas no se pusieron a remojar cuando cortaban las de los vecinos. Porque era la prensa de derechas. Y a esa da igual que la puteen, que la machaquen, que la hundan en la miseria. Porque para un amplio sector de la profesión, es una prensa que sobra. Para algunos, ni siquiera es periodismo, sino propaganda camuflada. Y ridiculizarla es un deporte no sólo aceptado, sino incluso alentado. Denle gracias al tuiter. Esa superioridad moral hizo que muchos mirasen a otro lado cuando los diarios del centro-derecha español empezaron a despedir gente.
Es una visión sectaria. Profundamente sectaria. Y muy real, señora, muy real. Hay un sector de la profesión, militante de una ideología muy concreta (que no de un partido) para el que la verdad está depositada en un medio. Y por tanto, el resto son perfectamente prescindibles, porque se dedican a la difusión de la mentira, a propalar mensajes subvencionados con un fin radicalmente opuesto al noble propósito de informar. Es ese mismo periodista que se cree en un púlpito (laico, claro) para impartir doctrina, para enseñar el oficio como el orfebre suizo que lega el arte de los relojes a sus aprendices. Es la peste de la moral única, esa que no acepta a quien entiende la vida o la profesión de otra manera.
Yo no me alegro de la desgracia ajena. Sería un indeseable. Pero todo en la vida deja enseñanzas. Y esto no es sino una lección de humildad. Aunque me temo que ni siquiera aquí va a haberla. Porque hasta en la desgracia, habrá quien mire por encima del hombro al resto de pobres por el simple hecho de haber recibido más aplausos en la despedida. Es como el chiste de los muertos del cementerio, en el que uno se jacta ante otro de que tuvo más plañideras en su entierro, olvidándose que bajo tierra, ambos son pasto de los mismos gusanos.