Soy uno más de esos a los que Venecia le produce una fascinación irracional. Confluyen en este hecho el concepto de ciudad construida sobre el agua, con la fugacidad que eso supone al estar al albur del caprichoso líquido elemento, y la decrepitud que presenta tras el lento transcurrir de los siglos. La brillante República Serenísima es hoy pasto de turistas, sólo preocupados por gastar las memorias de las cámaras digitales en fotos en Rialto, San Marcos y el puente de los suspiros. Nada queda de la magnificencia de la vieja Venecia, la ciudad que representaba el león alado, gobernada con mano férrea por el Doge y su consejo de nobles. Algo de aquella grandeza perdida queda en el grueso de la obra del Canaletto, un paisajista veneciano del XVIII que retrató la vida normal de la ciudad en sus lienzos. Muchos están repartidos por toda Europa, ya que su arte le hizo famoso, y permiten al espectador viajar en el tiempo a la época en que no existía el turismo, y las góndolas no paseaban a caducos tortolitos por los canales al ritmo de una serenata.
La escuela paisajista tiene en Francesco Guardi otro nombre importante. De hecho, buena parte de su producción se exhibe estos días en un museo local de Venecia, y ya le digo, señora, que me dejaré caer por allí en mis inminentes vacaciones italianas. El retrato de la vida cotidiana, este cotumbrismo refinado, me causa una curiosa atracción. Le lleva a poner esa sonrisilla tonta de «ahí he estado yo». Seguramente en el XVIII no estaría abierta la pizzeria Antica Forno, junto a la piazza San Giovanni, próxima al Mercado. Ni tampoco habrían inventado el spritza en los bares de la zona. Y no irían al Lido en barcaza de motor, sino en las majestuosas góndolas cubiertas. La magia de Venecia es que esa decrepitud es el óxido de edificios que llevan ahí toda una vida, espectadores mudos del paso del tiempo. Es la prueba de la autenticidad de la ciudad, es el ADN de su esencia, que no se ha perdido del todo a pesar de la peste de los turistas.
El arte del Canaletto me permite soñar con Venecia con cada cuadro que le contemplo. Ya sea en el Thyssen, la National Gallery o la Galleria d’Arte Antica de Roma. Y ese es un regalo que no tiene precio.