paulo coelho

Sonrojadillo

Le confieso, señora, que tengo un libro de Ken Follett en la estantería. Sufro un cierto sonrojo por esta postración ante el maestro del best-seller, del escritor de cabecera de las modelos y petardas de guardia. Es el complemento perfecto para la autoayuda de supermercado con tufo de colonia de los chinos que es Paulo Coelho. A ver, no soy ningún gourmet literario, y le reconozco que me he zampado a Preston&Child de principio a fin, las dos primeras de Ruiz Zafón o el grueso de la producción de Dan Brown. Es más, me he rebozado con gusto en ese pionero que fue Dumas, o su homólogo Wilkie Collins en Inglaterra.

Pero Follett es otra cosa. He decidido no sucumbir a ninguna edición, por barata que sea, de «Los pilares de la tierra», y así de paso me ahorro su continuación. Esto tiene mucho de postureo, se lo admito. Me gusta poder presumir de no haberlo leído. Valiente medalla. «La caída de los gigantes» parece otra cosa. Seguramente es un espejismo y sea lo mismo que el otro, siete historias que se entrecruzan en el marco de un acontecimiento histórico de colosales proporciones. Pudiera ser incluso previsible. Aun así, 12,95 euros por 900 páginas de libro me parece un trato justo. No así los 23,95 por las menos de 400 del último de Ruiz Zafón, todo un atraco, un insulto al lector por parte de Planeta.

Que sí, que los libros no se miden al peso. Y le doy la razón. Ahora, ya me contará qué cara se le queda cuando se gaste 24 euritos por una novelita que le dura cuatro días cuatro, y luego vuelve a la orfandad de la mesilla de noche vacía. Afiliado a los libros de bolsillo por puro criterio economicista, usté deme muchas páginas y precio ajustado, y ya me tiene predispuesto a despilfarrar. Pero no abuse de este pobre consumista.

Naturales y leídas

Qué grande es Italia. Han decidido los organizadores de su concurso de misses que las aspirantes al cetro de la belleza nacional no podrán haber pasado por el cirujano, ni siquiera por la esteticién, y que además habrán de venir leídas de casa. Tres libros al año, cuanto menos. No han aclarado si «Los pilares de la tierra», mamotreto de cabecera de modelos y aspirantes a intelectuales, cuenta por dos dado su volumen. Tampoco si Paulo Coelho o Federico Moccia cuentan como medio libro.  Mi duda está en el proceso de comprobación de la lectura. Esto es, ¿vale una declaración jurada? ¿Debes aportar testigos que te hayan visto leyendo? ¿Se ha de pasar un test de comprensión? ¿Responderán de sus obras escogidas durante la retransmisión del programa? ¿Han pensado que igual es más productivo examinarlas de geografía para que sepan cuál es la capital de Colombia o, sin ir tan lejos, de Bélgica? Sea como fuere, de nuevo, en mitad de la crisis económica y de valores, Italia ilumina al mundo desde sus reminiscencias humanistas. La carne debe saber leer. Qué haríamos sin los compatriotas de Verdi…

Ganar y perder

Nuestra vida es una suma de éxitos y fracasos. Luego podremos entrar a debatir cuáles son unos y otros, señora. Porque seguramente algún resultado se podría ver alterado. A veces parece que encadenamos los segundos, los amontonamos como quien colecciona estampitas, y enlodamos nuestro ánimo en el cenagal de la derrota. No soy yo persona dada a expresar consuelos a terceros, lo admito. Pero incluso en la derrota hay que saber enfocar la actitud: los fracasos de aquí son las oportunidades de allí, aunque ello implique dar un paso atrás. Sólo perdemos sin remedio cuando nos meten en el cajón. Hasta entonces hay infinitas opciones de ganar, aunque no las veamos, aunque lleguemos a considerar que nunca nos alcanza la ocasión de saborear esas dulces mieles. Nuestra mejor victoria siempre está por llegar.

Dicho todo esto, tengo un enorme pavor a estar sufriendo del síndrome de Paulo Coelho.

Casarse

Hay una extendida leyenda urbana que proclama que el matrimonio es la garantía de la felicidad y la estabilidad infinitas. Usté se casa, y en ese mismo instante las penas y las amarguras de la existencia tornan milagrosamente en un dechado de alegrías que brotan de la fuente del amor. Es el maná contra las desgracias. Y ahí los ves, a los corderitos yendo al matadero, buscando la redención del altar, dando una comilona a los amiguetes y enfadándose incluso con los que ponen excusas para no ir. «¿No me harás el feo de no venir a mi boda?» ¡Pero tio mendrugo, que te ahorro pasta si no voy! Nada, no lo sacarás de sus trece, porque nadie que tenga un vínculo con esa persona puede despreciar la ceremonia de su prendición. ¡Sacrilegio!

Pensará usté, señora, que peco de misoginia. No lo descarte. Como tampoco descarte que me entren unas fiebres malignas y me enganche por el rito bantú a siete mujeres al mismo tiempo. Mi futuro es inescrutable, me temo. Aunque este post no va tanto por aquellos que dan el paso del casorrio de forma natural, casi sin darse cuenta, como por los agonías que necesitan el certificado de matrimonio como prueba de éxito vital que exhibir ante el resto de la sociedad. Un parche más a una vida hueca, una existencia remendada con el hilo ajeno del «que dirán» y la condescendencia de los demás. De estos conozco un puñao, con las prisas propias del que duda pero aspira a aclararse huyendo hacia adelante. Quien necesita de una boda para despejar sus ideas es que tiene más problemas de los que imagina, y cuando abra los ojos será demasiado tarde.

Mientras tanto, aquí seguiremos los solteros, recostados sobre la cómoda informalidad, viendo pasar a la humanidad caminito del cadalso. ¿Qué diría Paulo Coelho de esto? Tengo que mirarlo.

Máximas mínimas

Vaya por delante que no soporto a Paulo Coelho y ese rollo que se trae de gurú del buen karma, de la felicidad contigo mismo, del manual de la autoayuda perenne. Cuando los de Círculo vinieron a abducirme, apresuradamente me informaron que como regalo de bienvenida ¡me regalaban el último libro suyo! Educadamente, les informé que prefería tener que aguantar una maratón de Gran Hermano: El Reencuentro. O incluso escuchar cantar a Jonas Kaufmann. Y no, señora, este no es el mayor de los Jonas Brothers esos que escucha su nieta. Definitivamente, no. El escritor brasileño se ha hecho célebre por sus frases donde condensa su sabiduría infinita, máximas cargadas de… de… ¿cursilería? ¿ñoñería?

Ojo al dato, que van aquí unas cuantitas. «Cuando quieres algo, todo el universo conspira para que realices tu deseo». Mentira de las gordas, oiga. Porque si así fuera, yo no habría perdido dos pisos que estaba mirando por la codicia de sus dueños. Valiente fracaso de conspirador es ese orbe celeste. «Podemos cometer muchos errores en nuestras vidas, menos uno: aquel que nos destruye». No me diga que esta no es grande. A ver, si cometemos el que nos manda bajo tierra, ¡claro está que no podemos seguir patinando ni una sola vez más! «El camino es el que nos enseña la mejor forma de llegar y nos enriquece mientras lo estamos cruzando». Perdone, pero eso ya lo recitó Machado muchos años antes y con bastante más estilo («caminante no hay camino, se hace camino al andar, al andar se hace camino, y al echar la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar»).

Luego está la variante santurrona, donde la deidad de turno es principio y fin del amor, del bien, de la felicidad, de todo lo bueno que nos rodea. Lo que no explica el venerable es a quién podemos reclamarle cuando estamos en el paro, con mujer y dos niños, el banco reclama el pago de la hipoteca y no tienes ni para la luz ni el agua. ¿Resuelve «El alquimista» alguna de estas problemáticas? ¿O con una sana espiritualidad conseguimos dinero al instante? Ya sabe señora, cuando la hija le meta en casa a un mangarrán por novio, usté se arrima a Coelho, lo lee con parsimonia y respira profundamente como quien saborea caramelitos esos de eucalipto. Y si aun así no se nota despejada, suéltele dos coscorrones a la niña, porque a veces la prosa elaborada no siempre entra a la primera.

Paul Auster

Es el Paulo Coelho de una millonada de lectores de todo el mundo, el gurú al que seguir en sus novelas, el filósofo urbano al que escuchar en estos mundos globales, el autor del que presumir si quieres parecer intelectual. Yo no podré jamás hacer tal tarea de presunción, porque a mi Auster me aburre. Llevo 75 páginas de «El libro de las ilusiones», novelita que busqué con ahínco porque en algún lugar leí que era de lo mejor del neoyorquino. Por más vueltas que le doy, no le encuentro su aquel. Me cuenta cosas que no me interesan, abunda en detalles sobre temas superfluos en el desarrollo de su novela, y el resultado es que necesito serle infiel con un best-seller que me devuelva el placer por la lectura, y me haga regodearme con esos capítulos cortitos y estructura de folletín al más puro estilo Dan Brown. Nada, apenas quedan 53 dias para la tercera novela de Stieg Larsson, su testamento literario y una nueva razón para desesperarnos cuando nos quedemos sin nada más que roer. Qué difícil es elegir un libro que le llene a uno…