Se acabó la juventud, señora. Al menos la que resulta insultante, hormonal, desmedida… y envidiable. Nos vamos a los treinta, la década para sentar la cabeza. En los cuarenta lo que sientas es a tus hijos en el regazo, y a los sesenta, a los nietos. Esto va disparao. Aterroriza pensar que hemos gastado un tercio de nuestra previsible existencia, aunque si la auditamos, seguramente haya más cosas buenas que malas. De hecho, lo que nos resta de vida va a depender mucho de lo que hayamos hecho en ese primer periodo. Así hayamos estudiado, trabajado, embarazado e hipotecado nos irá de ahora en adelante.
Treinta. Y yo me sigo viendo estupendo, se lo aseguro. La tripa la traía de antes, así que esa no cuenta. Y de arrugas, ni hablamos. Piel tersa como el culito de un niño. Las dioptrías tampoco son cosa de la edad. Y el vicio operístico tampoco. Sí lo es el hastío por la noche, que cada vez me aburre más y más. Triste, muy triste. Triste, que no Trieste, donde iremos en breve a annabolenear un poco.
Nueva etapa vital que coincide casi de forma exacta con el cambio de trabajo. Muchos retos por delante, motivaciones para seguir aprendiendo en este transitar por el mundo que es la vida. Eso por no hablar de la de óperas que tengo pendientes antes de cumplir 40. Así que dígale a su hija que tenga la maleta lista, que el día menos pensado nos vamos al aeropuerto a recorrer Europa. Mientras ella me acompañe, señora, esa otra pata que es la estabilidad emocional estará bien asentada.