cine

Amanda

«Volver» es un oasis en el páramo creativo en que hace años que está inmerso Pedro Almodóvar. Creo que ya le he contado, señora, que es un director que me gusta, o me ha gustado hasta estos últimos tiempos. Los grandes creadores son aquellos que tienen un universo propio donde cuentan sus historias, los que poseen un sello personal que hace que su obra sea reconocible aunque apenas se la vea de soslayo. Por momentos, Almodóvar lo ha tenido. Pero creo que su cine se ha aburguesado hasta traicionar sus esencias. Y de ahí a la estupidez en que anda ahora, pues corto es el camino.

Una de mis películas favoritas de los 90 es «La flor de mi secreto». Quizás no tenga el relumbrón de «Carne Trémula» o «Tacones Lejanos», ni desde luego se acerca a esa cumbre almodovariana que es «Todo sobre mi madre», un Douglas Sirk castizo y pop de amargo regusto. «La flor de mi secreto» no es menos agridulce. Es la historia de una escritora de novela rosa a la que su drama personal le impide contar tramas de amor. El resto, se lo ve y lo disfruta. Además, tiene a una deliciosa Chus Lampreave como madre pueblerina.

La película comienza y termina con Marisa Paredes, protagonista absoluta. Ella es Leo, la mujer, pero también es Amanda, la escritora. La Paredes es una actriz absorbente, que se apodera de la cámara y del espectador. Habrá quien se queje de sus excesos, de su interpretación siempre al borde de la neurosis. Yo me quedo con su elegancia, con su fragilidad, con esa voz rasgada que lanza las frases de Almodóvar como si fueran puñales. Y qué frases le regala en esta película.

El resto es decorado, figurantes translúcidos que no estorban y que a ratos son chocantes, como el tal Ángel de Juan Echanove, un personaje bastante cargante. O ese insípido militar que encarna Imanol Arias. La nota de color son los pasajes costumbristas almodovarianos, esas esencias manchegas que espolvorea en muchas de sus películas.

«La flor de mi secreto» me trae a la memoria siempre la canción de Bola de Nieve que sirve de banda sonora, «Dolor y vida», con ese piano triste acompañando. Qué bien elegía Almodóvar sus canciones. ¿Se acuerda de aquella «Soy infeliz» de las «Mujeres al borde de un ataque de nervios»?

En días como hoy, el melodrama almodovariano me sabe como un buen pelotazo de whisky con hielo. Me entra de puta madre, me deja un suave regusto a madera en la boca y me hace dormir mejor.

Inmortales

Que el cine inmortaliza a intérpretes, historias, momentos, melodías, frases y directores no es cosa nueva. Es el don que tiene cualquier arte, pero dado que el Séptimo es la confluencia de los seis anteriores, su capacidad para ganar la eternidad es multidisciplinar. Ya sabíamos que «El Padrino» es un hito del celuloide. No descubrimos nada, señora. Que marcó un punto de inflexión en el cine negro, que fijó para siempre las convenciones sobre la mafia (a pesar de que el término nunca se pronuncia en las películas) y consagró a tres actores: Brando, Pacino, De Niro.

Todo esto viene a cuento porque el otro día reuní el tiempo suficiente como para ver una película. Y desde hacía varios años tenía en la estantería la remasterización que el propio Coppola hizo de su trilogía en 2008. Le dio un nuevo barniz, un acabado más oscuro, en sepia y negro, como quien imprime betún de judea en una figurita de escayola para envejecerla. Me hormigueaba más la curiosidad por ver el resultado de esta chapa y pintura que la película en sí. Craso error, porque volví a caer en sus redes.

Casi sin querer, transcurrieron las tres horas de metraje, y volví a sentirme partícipe de la fuerza que empuja a Michael Corleone a abandonar su idealismo para defender a su familia, aunque eso le conduzca a un baño de sangre. Es un personaje fascinante, que se deforma a base de golpes, heredero del príncipe maquiavélico que anteponía los fines a los medios, sibilino, prudente, pero implacable en sus gestos.

Yo, sin embargo, siempre sentí una especial debilidad por Tom Hagen, el hermano que no lo es, el único con estudios en la familia Corleone, el más americano de todos, y por tanto, el despreciado por menos italiano. A Hagen no le mueve la sangre, sino el respeto profundo, el agradecimiento. No está en ningún momento a favor de la violencia, e incluso su gesto denota contrariedad cuando Mike o Sonny desenfundan su ira. Pero sabe que así se han de hacer las cosas.

Pero lo que hace definitivamente grande la primera entrega de «El Padrino» es Marlon Brando. Vito Corleone es una de las mayores creaciones en la historia del cine, una culminación del método Stanislavski nunca jamás alcanzada. El personaje está en la voz, en esa mueca de constante preocupación, pero sobre todo en la mirada, en el cansancio de unos ojos que han sufrido una vida de persecución, de exilio, de lucha, de esfuerzo, y finalmente de recompensa en forma de bienestar para su familia.

Le confesaré, señora, que no era esta primera entrega la que quería ver repintada al sepia, sino la segunda, el apogeo de Michael Corleone y el flashback constante a los orígenes de Vito Andolini. Siempre me disgustó ese toque luminoso a una historia todavía más dura y sórdida que la primera, donde el poder enfrenta a dos hermanos, a un matrimonio, a dos países, a dos culturas. Hallaré el modo de revisarla en breve.

No, mejor no me hable de la tercera.

Libros

Curiosa coincidencia. El día en que se conmemora el Sant Jordi y se tiene por fiesta de los libros es en el que más ganas tengo de meter la cabeza dentro de uno y desconectar de lo que me rodea. No es menos sintomático que en Compostela sigamos bajo una borrasca. Alguien en los cielos ha decidido que debe llover en quince días todo lo que no lo ha hecho desde que nos comimos las uvas felices y contentos. Pero yo quisiera también hablar de libros, señora. Porque hasta hace poco, formaban parte residual de mi vida. Y hoy, no concretamente este 23 de abril sino entendiendo que me refiero al presente, son una parte esencial, capaz junto a la música de relajar el espíritu en los momentos de turbulencias. Han desplazado de ese lugar privilegiado al cine. Quién me lo iba a decir a mi hace diez años, ¿verdad señora? ¿Se acuerda cuando le decía que yo de mayor quería ser crítico y dedicarme a viajar por festivales viendo películas? ¿Recuerda aquel septiembre que hice encaje de bolillos para ir a San Sebastián? Ya, no llegué a ir porque falló la financiación (como casi siempre) y la empresa familiar decidió que no era una inversión productiva. No conseguí convencer al consejo de administración.

Estos días ya sabe que estoy entremezclado en las andanzas de Jean Valjean, Cosette, Mario y los bribones de la Salpetriere, con el joven Gavroche y el desalmado Thenardier siempre al acecho. Tiene Víctor Hugo un escalpelo en forma de pluma con la que disecciona los comportamientos humanos y sociales. Pero carece de sentido de la medida, y abusa del estilo moralizante. Supongo que es un hijo de su tiempo. Pero por alguna extraña razón, perdido ya en la página 900, necesito escapar de París y encontrar un nuevo refugio, siquiera temporal. No sé si el problema es que no estoy para leer miserias. O que este enlosado en forma de cielo me oprime demasiado. Pero necesito escapar. Con quinientas páginas me valdrá, sospecho.

Mojigatos

FOTO: elmundo.es

Al parecer, señora, y según cuentan en esta información, habría diversos grupos de expertos estudiando si introducir restricciones de edad en las películas de cine clásico hasta el momento consideradas para todos los públicos, sencillamente porque en ellas se fuma. Es decir, que el tabaco pasa a tener la misma consideración para los calificadores que el sexo explícito, el lenguaje soez o la violencia. Y a un servidor, con todo el respeto, le parece una de las mayores mamarrachadas escuchadas hasta la fecha. Porque piense por un momento que ello implicaría que la inmortal historia de amor de «Casablanca» dejara de ser apta para cualquier edad. O «Matar a un ruiseñor». O «Gilda», aunque tengo mis dudas acerca de que el bofetón de Glenn Ford a la Hayworth no fuera previamente vetado a la infancia. ¿Seguro que el tío de Dorothy no se echaba una calada en «El mago de Oz»? ¿Cuenta la pipa del Sherlock Holmes de Basil Rathbone?

Se trata de una enmienda a la totalidad del cine filmado en Hollywood desde que apareció el sonido hasta casi nuestros días, donde la mojigatería de lo políticamente correctole retiró los cigarrillos a las malas de película, los agentes secretos y los directores de periódicos. Probablemente, la siguiente cruzada será contra el alcohol. Pero ahí les estoy esperando, a ver quién tiene los arrestos para señalar a esos piratas y corsarios de celuloide agarrados a sus botellas de ron. Pueden empezar por «La isla del tesoro».

Ya nos estamos pasando. Vale que evitemos los humos en los bares y restaurantes, que subamos los impuestos sobre el tabaco y que poco menos que señalemos a los fumadores por la calle. Pero no hay nada más cinematográfico y estético que ver a Lauren Bacall dando una calada y mirando a Bogart tras esas columnas de humo blanco, un humo que no atraviesa la pantalla y que no produce efectos perniciosos. Aunque a los impulsores de esta nueva forma de censura algo ya se los produjo en su cerebro para emprenderla con el Séptimo Arte mientras esa infancia que supuestamente quieren proteger se pudre delante de la televisión engullendo los vertidos tóxicos y devastadores de realities y derivados.

Relaciones

Reconciliándome con Woody Allen algún tiempo después de su última película que me gustó, aquella «Anything else» con Justin Biggs, Christina Ricci y el propio Allen. Esta vez me dio por «Whatever works», acertada reflexión sobre qué y cómo se forma una pareja (un tema innovador en la filmografía del director), y que deja alguna perla grandiosa:

Boris Yellnikoff: Love, despite what they tell you, does not conquer all, nor does it even usually last. In the end the romantic aspirations of our youth are reduced to, whatever works.


Boris Yellnikoff: That’s why I can’t say enough times, whatever love you can get and give, whatever happiness you can filch or provide, every temporary measure of grace, whatever works.

pd: puñetero Allen, todavía tiene gracia el cabrón a sus 75 años!

Patriotismo de celuloide

El cine español hace años que no me entusiasma. No escupo para arriba ni me rasgo las vestiduras pensando que lo de aquí es peor que lo de fuera. Tampoco crean que me interesa lo más mínimo lo que hacen en Francia, Portugal, Italia o los mismísimos USA. Incluso Hollywood tiene oxidada su maquinaria para hacer películas que me interesen de verdad. Me producen una profunda indiferencia. Incluso la propia ceremonia de los Oscar, que llevo cosa de dos o tres años sin ver en directo. Pero lo del cine de aquí me preocupa. No hace demasiado había directores muy interesantes, de reconocido prestigio, que tenían sus películas más o menos cada dos o tres años, y la cita con ellas solía satisfacer. Por otro, estaba el cine «de poesía», coñazos integrales de conflictos interiores y mucha mandanga intelectual que arrasaban en los festivales y entre los sesudos críticos, pero que en taquilla se desplomaban porque la gente prefiere el sofá al cine para echarse una cabezadita. La crisis se ha cobrado la cabeza de éstas últimas producciones. No hay sitio para ese cine reposado (de más) y su diletancia artística. Pero en consecuencia, la ¿industria? del cine español ha llevado a sólo realizar proyectos que garanticen el retorno de la inversión, esto es, cine adolescente, torrentes, películas de miedo exportables al extranjero, Almodóvar y superproducciones amenabarianas. Dicho así, a alguno podría sonarle bien. Pero arroja un panorama desolador. Lo hace porque el oscarizado Pedro no encuentra la tecla de la calidad de hace unos años; porque «Mentiras y gordas» o «Pardillos en Oxford» no se crean que es humor fino; porque el cine de terror es de consumo muy parcial entre los espectadores; y porque Amenábar tarda un lustro en hacer una película.Todo esto es una excesiva introducción para acabar en «Solo quiero caminar», la última de Agustín Díaz Yanes que disfruté ayer. Hacía meses que no me gustaba una peli de cine español tanto como ésta. Tiene mimbres algo tramposetes, como es recurrir a la fórmula que tan bien le fue a Tano en «Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto», un peliculón como la copa de un pino donde Victoria Abril y Pilar Bardem (qué lástima que esta mujer no se dedique sólo a actuar) hacían un tour de force frente a Federico Luppi, malvado entre los malvados. Probablemente, una de las mejores pelis de los noventa. Y de aquella vaca gorda han ordeñado la teta para sacarle una especie de secuela pero no, con algún personaje común, con guiños al pasado, con ese poso amargo tan de Díaz Yanes, donde no hay ganadores sino supervivientes. La Abril está bien pero pasada de rosca. Me cautivó Ariadna Gil y esa mirada perdida, Diego Luna (mejor que Gael García Bernal, dónde va a parar!) y la elegancia del asesino, y sobre todo, el ritmo con que Díaz Yanes narra, cómo resuelve algunas escenas, el punch que el flamenco da a la historia… Una muy buena cinta.

No sé si este oasis en el desértico cine español, plagado de subvencionados locuaces y afines al régimen socialista, tendrá alguna continuidad más allá de las arenas. Lo único que me queda claro es que para que una película me cautive, suele ser necesario que cuenten algo que me interese. Y aquí, los únicos interesados suelen ser lo directores en contar su cuento a espaldas de la audiencia. Así va el negocio, claro.

Mariano (Ozores), pero con reparos

Aquí sigo, todavía vivo tras la primera semana del maratón Ozores. Y lo cierto es que he colmado mis expectativas de pasarlo bien, con risas de esas que se escapan y líneas de guión absolutamente geniales («No sé si chingarte u operarte del apéndice. Mejor lo primero»). Pero tambien he tropezado con las razones fundamentales que hacen del cine de Ozores carne de cañón para los sesudos críticos de televisión. Y he llegado a algunas conclusiones.
Había en su cine un aire de canalla, en una España en plena Transición, donde la supervivencia del españolito medio era básica. Aquella picaresca tan nuestra que Berlanga retrató con tan buen gusto en los cincuenta y sesenta era revisionada por Ozores con un estilo más zafio, pero mucho más cercana al espectador ramplón. Por eso mismo, todas sus películas de buscavidas («Los bingueros», «Los liantes», «Agítela antes de usar», «Los chulos», «Yo hice a Roque III», entre otras) no son mucho peores que el «Torrente» de ahora, y si me lo permiten, la última entrega de Santiago Segura tuvo más presupuesto que toda la filmografía de Pajares, Esteso, Landa y Gracita Morales junta.
Aquí todos los personajes son gañanes profesionales, tipos que se aprovechan unos de otros sin el más mínimo reparo, una imagen algo cruel de aquella España, pero bien válida, por otro lado. Se busca ganar cuatro duros o acabar echando un polvete con cualquier moza patria o extranjera. De ahí el despelote absolutamente gratuito y a veces cómico de las actrices (por llamarlas algo) del momento. Hay algo de sainete verbenero en Ozores, de maldad sana y un trasfondo de ironía a una realidad política que importaba bien poco al español de aquella época, por más que nos hicieran creer lo contrario. A nuestros padres les importaba saber si se legalizaba el divorcio, y no si Fernández Ordóñez se pasaba al PSOE o si Landelino Lavilla era amigo de Fraga. Este es, por tanto, un cine significativo de una época, y dejando constancia de que su calidad es baja o en ocasiones muy baja, tiene un tremendo valor como termómetro social.
Otra cosa es cuando el bueno de Ozores le da por intentar contar una historia con guión y no hila gag tras gag con Pajares y Esteso. Aquí hay muestras insufribles como «Qué gozada de divorcio» o «Padre: no hay más que dos», engendro este último donde aparecen niños y hay canciones. El colmo de lo infumable. Ese tufillo moralizador no le casa bien a don Mariano, justamente cuando su mejor obra cómica es la más amoral posible. Y encima intenta combinar teta con moralina, y ya es el acabose. Deber imposible, imposible de ver.
Así que saco una conclusión rápida de toda esta primera entrega del maratón Ozores: su comedia barata y sencilla es, con mucho, mejor que «Borja Mari y Pocholo» o «Isi-Disi» o «Torrente (s)», pero valorándola en su justa medida; su cine ¿serio? no hay Cristo que lo aguante. Risa fácil hay, algo de vergüencilla ajena, pues también, oiga.