No hemos cruzado aún el umbral de Todos los Santos, no hemos puesto siquiera la punta del dedo gordo del pie en el mes de noviembre, y ya han aparecido los primeros anuncios de las putas Navidades. El año se divide ahora en dos épocas, Navidades y cuando no son Navidades. La primera dura casi cuatro meses, desde finales de octubre hasta mediados de enero. Es más tiempo que una estación meteorológica. Las Navidades son un estado de ánimo. En mi caso, funesto. Porque insuflan vida a todos los fracasos emocionales que escondo en el trastero del garaje. Como los fantasmas del cuento de Dickens, se me presentan para hacerme partícipe de mis derrotas personales, unas propias y otras sobrevenidas. Se sientan a mi lado para meterme un dedo en el ojo cada vez que aparece un anuncio en televisión. Son así de cabrones.
Tenemos fantasmas peores que conviven con nosotros todo el año. En nuestro interior, incluso. Son los sueños, los envenenados regalos de nuestro subconsciente, que abren las puertas a nuestros deseos cuando más indefensos estamos, e incluso saborean con malicia el hecho de que los recordemos a la mañana siguiente. El de hoy fue un sueño delicioso, tan deseado como improbable. Me sentí feliz mientras lo soñaba y lo vivía, jugando con sus detalles, recreándome en esas pequeñas cosas que nos hacen humanos. Fue un sueño casto, limpio, inocente. Con más miradas que palabras, con más gestos que caricias. Pero todo lo que lo disfruté de noche me entristece ahora que estoy despierto. No podemos vivir de sueños. No debemos creer en ellos. Porque la realidad es demasiado dura, demasiado ingrata, demasiado amarga.
Sí, señora. Soñé con el humo. Y no debería.