humo

Fantasmas

No hemos cruzado aún el umbral de Todos los Santos, no hemos puesto siquiera la punta del dedo gordo del pie en el mes de noviembre, y ya han aparecido los primeros anuncios de las putas Navidades. El año se divide ahora en dos épocas, Navidades y cuando no son Navidades. La primera dura casi cuatro meses, desde finales de octubre hasta mediados de enero. Es más tiempo que una estación meteorológica. Las Navidades son un estado de ánimo. En mi caso, funesto. Porque insuflan vida a todos los fracasos emocionales que escondo en el trastero del garaje. Como los fantasmas del cuento de Dickens, se me presentan para hacerme partícipe de mis derrotas personales, unas propias y otras sobrevenidas. Se sientan a mi lado para meterme un dedo en el ojo cada vez que aparece un anuncio en televisión. Son así de cabrones.

Tenemos fantasmas peores que conviven con nosotros todo el año. En nuestro interior, incluso. Son los sueños, los envenenados regalos de nuestro subconsciente, que abren las puertas a nuestros deseos cuando más indefensos estamos, e incluso saborean con malicia el hecho de que los recordemos a la mañana siguiente. El de hoy fue un sueño delicioso, tan deseado como improbable. Me sentí feliz mientras lo soñaba y lo vivía, jugando con sus detalles, recreándome en esas pequeñas cosas que nos hacen humanos. Fue un sueño casto, limpio, inocente. Con más miradas que palabras, con más gestos que caricias. Pero todo lo que lo disfruté de noche me entristece ahora que estoy despierto. No podemos vivir de sueños. No debemos creer en ellos. Porque la realidad es demasiado dura, demasiado ingrata, demasiado amarga.

Sí, señora. Soñé con el humo. Y no debería.

Desvanecimientos

Desperté el sábado tras una tormentosa noche de viernes. Estaba en Ferrol. No se equivoque, no me fui a dormir a mi casa y amanecí en otra cidad. Aun no he llegado a ese punto en mi vida nocturna. Pero había algo nuevo, algo distinto. El temporal ha dejado secuelas. Suele ocurrir, con tanto viento y tanta lluvia. El humo se ha desvanecido. Por completo. Queda alguna traza amarillenta en forma de cepillo de dientes, de babuchas, de bata. Pero ahora son objetos inertes, sin alma. Podrían pertenecer a cualquiera. Queda además otra certeza, y es que el humo no va a volver. Nunca más. Como tampoco volvió el azul. Ni el mirlo. Como nunca vuelve nada que pasa por mis manos.

La noticia tampoco es nueva. Quiero decir, ya contaba con que en algún momento llegaría la ráfaga que desvaneciera el humo para siempre. Demasiadas señales lo vaticinaban. Y finalmente ha llegado. No hay sorpresa, pero sí un poso de tristeza, una sensación de fracaso, de derrota, de impotencia. Todo conjugado en primera persona. Incluso hasta el espejo me escupe mi imagen con peor cara, si acaso eso fuera posible. Sin el humo, ahora todo tiene un poco menos de valor. Nada es ya tan importante. No se preocupe, señora, esto es pasajero. Pero mientras pasa, duele. Y sobre todo, agota. Queda uno sin fuerzas para emprender nuevos proyectos.

Me preguntaba usté hace poco qué era el humo, y le di una respuesta enrevesadísima. Hoy es más fácil de sintetizar. El humo ya no es; el humo fue. Pasado. Recuerdos. Punto final.

Que el viento lo siga meciendo para siempre. Fue inolvidable mientras lo hizo a mi alrededor.

Azul pastel

La noche tiene consecuencias. Las resacas, más o menos dolorosas, son divertidas. Las consecuencias algo menos, porque inducen a reflexionar, a bajar de la peana de la frivolidad y darle una vuelta a las cosas. Se nos casa el azul. Sí, ese mismo azul que deambuló por este blog hace algunos años. Lo hace por firme convicción. Y un servidor se alegra inmensamente. Pero la noticia me ha dejado el cuerpo cortado, con un velo de tristeza extraño. No es lo que parece, señora. No estoy acunado en la nostalgia lamentándome por lo perdido y arrepintiéndome de mis pecados pasados. Aquella decisión estuvo bien tomada, y hoy hay dos personas que van a ser felices y comerán perdices, mientras que de seguir conjugando la primera persona del plural con el azul no me atrevería a mantener la afirmación.

La tristeza procede de la sana envidia. El azul, que sigue siendo generoso en sus sonrisas, afirma haber encontrado la clave de bóveda para su vida, el encaje perfecto de su puzzle existencial. Ya sé que es cuestionable que nuestras vidas dependan de una persona para ser feliz. Debe haber algo más, creo. Pero envidio a la gente que no experimenta, que no está por estar, que no se arroja a pruebas como alternativa a la temida soledad. Envidio a los convencidos, no a los convencibles. Y tampoco pierdo la razón por los formalismos matrimoniales. Me he vuelto escéptico por dentro y por fuera.

Y mi envidia es sólo fruto del fracaso, de tener la convicción de que el humo permitía alcanzar el estado más próximo al bienestar pero el binomio no despejó suficientemente bien las incógnitas. Purgamos nuestros errores, nos lamentamos por nuestras faltas, y nos convencemos de que lo importante en esta vida es ser perseverante. Es difícil mirar adelante cuando atrás quedan tantas certezas. Volvemos al cruce de caminos. Y mientras no puedo sino felicitar de corazón al azul por su aventura, detengo el paso. Cuando uno sabe lo que quiere, no es fácil encontrar componendas alternativas. Al final, todo se resume en que seguiremos andando sin rumbo fijo, a la espera de una señal. Si es que llega.

Continuaciones

En realidad iba a titular el post «segundas partes», pero como al amigo Tallón le gusta que emplee sólo una palabreja, no me cuesta nada satisfacer las peticiones del 25% de mis lectores. Me debo a ellos, bien lo sabe usté, señora.

El dicho establece que «segundas partes nunca fueron buenas». Y me parece una mentira sideral. Por norma, todas las generalizaciones me parecen ejercicios simplistas para explicar aquello que se nos escapa. La verdad es que a lo largo de los años se nos han escapado muchas cosas, porque el refranero es bien extenso y está cuajadito de joyas populares.

Ahora viene al caso recordar ejemplos como «El Padrino II», «El imperio contraataca» o «El Dorado», donde continuaciones de la historia (aunque en el caso del western de Hawks es un remake) mejoraron a su antecesora. Pero ahí llegamos a la cuestión decisiva. Se trata de una prolongacón natural, no de una prótesis artificial para hacer que durase más el cuento. Todo se reduce a eso. Queríamos saber qué sería de Michael Corleone sucediendo a su padre, al tiempo que nos daba completamente igual si Norman Bates salía de la cárcel. Nunca soporté «Psicosis II». Y «El Exorcista II» ya ni la menciono. Una de esas pelis que nunca pude acabar de ver. Me dormí antes.

Nuestra vida es algo así. Podemos intentar segundas partes que nada tienen que ver con la primera y están abocadas al fracaso. Pero por mucho tiempo que pase, cuando una continuación retoma todo lo bueno del punto inicial, ahí tenemos una buena historia. Tan sólo hay que esperar al punto justo de maduración de sus actores protagonistas, que sientan la necesidad de afrontar el proyecto de nuevo. La película se acabará dirigiendo sola.

Weinachten

Yo se lo explico, significa «navidad» en alemán. Creo que lo conjugaré un tanto este próximo diciembre, porque entre los planes posibles están una huída a la nieve germana para las Campanadas. Estoy viendo los precios de las mantas, por si fuera procedente liarme una a la cabeza y escaparme seis días. Así, de buenas. Berlin, Munich y Barcelona. Todo, con mucha música, y previsiblemente mucho frío. Pero ya me ve, señora, venciendo mis más firmes temores con tal de conocer mundo y vibrar desde una butaca de galería. Llámeme frívolo, llámeme inconsciente por andar pensando en gastar dinero tal y como está la economía. No le quitaré la razón del todo. No soporto este estado depresivo en el que nos estamos instalando todos, este sumidero por el que parece que nos deslizamos lenta e irremediablemente y que conduce al caos. Son tiempos de hormigas tras la extinción de las cigarras. Uno es más bien escarabajo, con su propia rutina y métodos. Abonado a la justificación de su propia conciencia, se acaba defendiendo cualquier decisión, por peregrino que sea el motivo. Y el que mejor he encontrado es que ante la improbabilidad de repetir el delicioso plan del año pasado, las alternativas pasan por la emigración y la música. No existe mejor menú posible, descontando el humo, claro está.

¿Y qué es el humo? Buena pregunta. El humo es un estado de ánimo, es una forma de ser, es una voz dulce y una mirada cómplice. El humo es Beethoven y Tchaikovsky, pero también Haendel y Mozart. El humo es y no es. El humo es el todo y la nada. El humo es felices presencias y dolorosas ausencias. El humo es a lo que todos aspiramos en esta vida, a ser como queremos ser y no como los demás quieren que seamos. El humo es autenticidad frente a convencionalismo. El humo es primera persona antes que tercera. El humo es adictivo, pero quién sabe si dañino. Pero como buen humo, te rodea un minuto y con un simple soplo, desaparece.

¿Aclarada la duda?

Domingo

Atienda, señora. 10.43 de la mañana de un domingo, y un servidor lleva una hora despierto, sin resaca, habiendo dormido las 9 horas que le marca su reloj biológico. Y esto sienta bien. Por delante, cuatro horas hasta el momento del almuerzo para sumergirse en «Lohengrin», seguir mordiendo con fruición el último de los tres libros de Abercrombie que forman su trilogía de «La Primera Ley», y convalecer de mi reciente extracción molar. Qué agradables son las matinés dominicales. Y qué desconocidas, tras tantos años gastándolas entre alientos etílicos y quebrantos neuronales.

No quiero decir con esto que me arrepienta o reniegue de tantas y tantas jornadas dedicadas a la Noche. Ha sido un tiempo irrepetible, de buenas compañías y mejores amigos. Pero si entonces había un resorte que me impelía a pisar la calle en cuanto caía el sol, ahora sospecho que el mecanismo ha debido de oxidarse. Quizás fue la lluvia interior. Tampoco crea que tengo un especial interés en lubricarlo de nuevo, señora. Este es otro tiempo, ni mejor ni peor. Acaso distinto. Y si miro atrás, lo hago con nostalgia, con la pena de que todo aquello ya no me atraiga.

Trece

Son los grados que puede caer el termómetro en esta bendita piedra compostelana en apenas 24 horas. Así, de golpe, sin avisar. Tiene Santiago cierto regusto a poema sinfónico. Casi como si fuera la «Vida de Héroe» de Strauss que estoy escuchando ahora. Hay un arranque cargado de optimismo, cual día soleado, que muestra los contornos de la ciudad, su perfil recortado por las torres de la Catedral. Pero luego irrumpe un movimiento tormentoso, agitado, con metales y percusión imponiendo su ritmo. Es la borrasca perenne del viejo campo de estrellas. Sigue un trance adagiesco, lento, como el paseo que exigen sus pétreas calles y rincones, en el que incluso entre la calma se cuelan arranques violentos como esa lluvia que no remite nunca y siempre está dispuesta a hacer brillar su viejo casco. Compostela es una obra de conjunto, donde tanto importa lo que se ve como lo que se siente, lo que se observa como la luz que permite hacerlo. Compostela es su piedra y su lluvia, su sol y su gente.

¿Dije trece? No, son nueve. Nueve, los años que llevo ya aquí. Y todavía tengo cosas pendientes por hacer. Quedan muchas hogueras de San Juan por saltar. Es por el humo, ¿sabe?

Horowitz

El talento no tiene edad. Me confieso un rendido admirador de Vladimir Horowitz. Tropecé con él de casualidad, y desde que me miraron esos ojos de pillo encerrados en un cuerpo de anciano frágil, me invadió una simpatía ilimitada hacia su persona. Ello derivó en un descubrimiento de su música, de su talento único como pianista. A veces es acusado de demasiado pasional, de poco racional a los mandos del teclado, de excesivamente manierista frente al academicismo imperante. Bobadas. Cuenta la leyenda que después de escucharle interpretar su Concierto nº3 para Piano y Orquesta, una de las cumbres de la música clásica del siglo XX, Rachmaninov anunció que nunca lo volvería a tocar más en público. La vida de Horowitz está marcada por su exilio de la Rusia comunista, por su instalación en Estados Unidos y su relación profesional con Arturo Toscanini (y amorosa con la hija de éste), por su caída en desgracia por sus excesos con el alcohol, y por un renacimiento ya octogenario a finales de los años 80 que le llevó incluso a regresar a su patria medio siglo después. De ese ciclo de conciertos por Moscú y San Petersburgo es este vídeo de la Sonata en Do mayor K.330, una de sus favoritas. Asombra no ya la agilidad, sino el calor de la melodía mozartiana, el dulce sonido que extrae de las teclas y las cuerdas, con esa aparente sensación de facilidad. Me asombra cuando el talento sigue ahí, pasen los años que pasen. Y me asombra Horowitz, un señor que cuando interpreta Mozart me lleva emocionalmente a donde quiere. Casi como si fuera humo.

Tesón

Veintiocho largos años llevó a los berlineses derribar el Muro, la única opción que encontraron los comunistas en 1961 para evitar que la gente huyera despavorida de los barrios bajo su control. Apenas una muestra del estado de opresión que caracterizó al bloque soviético, muy diluido a día de hoy en sus sucedáneos chino o cubano. La hoz y el martillo ya no son lo que eran, por mucho que todavía haya nostálgicos en Sudamérica. Esperemos que la quimioterapia les avive el seso y les reduzca los delirios. Yo no iba a hablar de esto, sino del símbolo que supuso para Occidente la caída del Muro. Un 9 de noviembre de 1989, aprovechando la descomposición interna de la URSS, la miseria que corroía Alemania Oriental y el hartazgo de los ciudadanos a uno y otro lado, agarraron mazas y piquetas y comenzaron a derribar los bloques de hormigón. La unificación, en los años siguientes, fue lenta y exigente. A uno y otro lado la vida se había entendido de maneras distintas, y cuando se pusieron en común, hubo de necesitarse tiempo. Hoy, no se entendería Alemania dividida en dos.

La enseñanza que nos dejó me parece clara. El tesón de los alemanes les hizo esperar al momento oportuno, el instante adecuado, para saltarse cualquier prohibición y echar abajo un Muro de miedo, de indiferencia, de dolor, de tristeza. De vergüenza. El sueño de una generación que vio partirse en dos a las familias por el simple hecho de vivir en un barrio u otro de la ciudad, se hacía por fin realidad. A veces es cuestión de eso, de tesón, de decisión, de saber esperar y de asir la piqueta cuando toque para demoler palmo a palmo los muros que nos rodean, que nos impiden realizarnos, que constriñen nuestras ilusiones.

Pensar

Acodado, contempla la vida mientras transcurre a su alrededor. Al cabo de un rato, se abstrae, huye de su realidad sin moverse un ápice, y comienza a pensar. Se formula una y otra vez las mismas preguntas, y baraja las posibles respuestas. Las hay de todos los gustos. Tiene las soluciones que entendería más prácticas y sencillas, las más complejas y violentas, e incluso las que se limitan a dejar que todo caiga por su propio peso, a dejar que el tiempo ejerza de juez. Porque al final, el ser humano tiende a la felicidad, a su búsqueda incansable, por más que racionalmente se aconseje otra senda vital. La razón es un mito que se abre a su cuestionamiento, añado. Abajo las verdades absolutas, abajo las afirmaciones sesudas, abajo con el miedo y las indecisiones.

Sigamos pensando.