verdi

Historia de un jorobado

Llevo media mañana dándole vueltas a «Rigoletto», buscando una escena, un aria, un momento que le pueda resumir a su hija la del pelo castaño, señora, la historia del jorobado. Su vida es profundamente triste. Hubo un tiempo pasado en que fue feliz, tuvo una mujer y ambos vieron crecer a una niña. Esos tiempos se fueron para no volver con el fallecimiento de su amada y el alejamiento de su hija. Entró al servicio del Duca di Mantova como bufón, y rodeado de cortesanos crueles y conspiradores, aquel padre y esposo fue transformándose en serpiente, perdiendo su humanidad para sobrevivir en la selva palaciega. Años más tarde, su hija regresa a su vida convertida en una ingenua y tierna muchacha, que cree en el amor y en las bondades del mundo que la rodea, ignorante de que su padre azuza odios y venganzas a golpe de bromas en las fiestas de la corte. Ese bufón vuelve a ser padre, y por tanto, siente renacer sus emociones, y lo que es peor, sus preocupaciones acerca del futuro de su hija. Cuando es deshonrada por el Duca a base de engaños, con la complicidad necesaria de los nobles burgueses, jura venganza. Cuál no será su tragedia cuando en lugar de reír por haber acabado con la vida de su ofensor acaba llorando la pérdida de su Gilda, y de nuevo se encuentra solo, humillado y abandonado en el mundo. Nunca más volverá a ser padre. Será, por siempre jamás, un miserable bufón.

La profundidad psicológica del personaje queda delineada con maestría en su monólogo «Pari siamo» («Somos iguales»), que pronuncia después de cruzarse con el asesino Sparafucile, quien le ofrece sus servicios por un módico precio. Es un diálogo consigo mismo, en el que reniega de la suerte que lo convirtió en un jorobado deforme, expresa su desprecio por su señor y sus cortesanos, y se aflige ante la maldición que le ha lanzado Monterone, después de que se burlara de su hija violada. Todos estos oscuros pensamientos desaparecen al final, cuando llega a la puerta de su casa, sabedor de que dentro le espera el único resquicio de luz de una existencia tenebrosa.

En este vídeo nos lo canta Cornell Macneil, el Rigoletto más destacable de los años 60. Quédese con las medias voces.

Pari siamo! 
io la lingua, egli ha il pugnale;
L'uomo son io che ride, 
ei quel che spegne!
Quel vecchio maledivami!
O uomini! o natura!
Vil scellerato mi faceste voi!
Oh rabbia! esser difforme! 
esser buffone!
Non dover, non poter altro che ridere!
Il retaggio d'ogni uom m'è tolto 
il pianto!
Questo padrone mio,
Giovin, giocondo, sì possente, bello,
Sonnecchiando mi dice: 
Fa' ch'io rida, buffone
Forzarmi deggio e farlo! 
Oh, dannazione!
Odio a voi, cortigiani schernitori!
Quanta in mordervi ho gioia!
Se iniquo son, per cagion vostra è solo
Ma in altr'uomo qui mi cangio!
Quel vecchio maledivami tal pensiero
Perché conturba ognor la mente mia?
Mi coglierà sventura? 
Ah, no, è follia

Plebe, patrizi, popolo!

La letanía de que cualquier tiempo pasado en la ópera fue mejor se sustenta en momentos como el que recoge este vídeo. Es el instante más emocionante del «Simon Boccanegra» verdiano, el arranque del Dogo ante la revuelta de sus ciudadanos, entre aquellos encabezados por Gabriele Adorno y los que le son fieles a él. En ese momento de confrontación, emerge la mayestática figura de Boccanegra para hacer un llamamiento a la cordura, con algunas de las frases de una honda humanidad: «Mientras el amplio mar / os invita a conquistarlo / vosotros os arrancais el corazón / unos a otros» (aunque discrepo de esta traducción de Kareol, añado). Simón cierra su exhortación a sus compatriotas genoveses con el inolvidable «Y voy gritando paz / Y voy gritando amor», que Verdi marcó en la partitura con un elocuente «con maestà». Piero Cappuccilli, de quien le hablaba el otro día, señora, justifica todos los elogios encarnando al Dogo Boccanegra.

La escritura de toda la pieza se adereza con la participación del resto de solistas y el coro, en un gran concertante final para cerrar el primer acto (aunque, en puridad, quedarán algunos compases después en los que Simón maldice indirectamente al pérfido Albiani). La parte de Amelia es, sencillamente, deliciosa, con ese trino final y esa nota mantenida en piano hasta el final. Y si, como ocurre en este vídeo de La Scala de 1975, la canta Mirella Freni, se alcanza la mismísima perfección. A la batuta, el gran Claudio Abbado, y completando el cast, Veriano Luchetti o Nicolai Ghiaurov.

Qué tiempos aquellos…

Plebe! Patrizi! Popolo
Dalla feroce storia!
Erede sol dell'odio
Dei Spinola e dei D'Oria,
Mentre v'invita estatico
Il regno ampio dei mari,
Voi nei fraterni lari
Vi lacerate il cuor.
Piango su voi, sul placido
Raggio del vostro clivo
Là dove invan germoglia
Il ramo dell'ulivo.
Piango sulla mendace
Festa dei vostri fior,
E vo gridando: pace!
E vo gridando: amor!

Parmi veder le lagrime

En un foro que frecuento bajo otro seudónimo (otro más), han planteado la pregunta de cuál es nuestra aria verdiana de tenor favorita. La competición es reñidísima, porque el maestro compuso algunas de las mejores páginas para la cuerda de la historia de la ópera universal. Alcanzar la gloria interpretándolas abre las puertas del Olimpo lírico. Compruébelo usté misma, señora. Agarre cualquier disco recopilatorio de arias de cualquier tenor, jóvenes o consagrados, y verá como todos aspiran a saborear las mieles del éxito verdiano.

Mi elección particular es toda la escena con la que se abre el segundo acto del «Rigoletto». Es el recitativo «Ella mi fu rapita» seguido del aria o cantabile «Parmi verder le lagrime», una pieza de una dificultad notable porque es una subida constante en la tesitura del canto, incidiendo siempre sobre la llamada «zona del paso» de la voz, ese punto de inflexión entre las notas de pecho y las de cabeza. Además, tiene unas frases larguísimas, que exigen un control total de la respiración para no quedarse sin aire a la mitad y tener que interrumpir la emisión. Un tenor que debutaba el Duca me comentaba una vez que «en este aria es todo soplar y soplar», y admitía sus dificultades.

Y, claro está, todo esto hay que saberlo cantar como Verdi indicaba, y no parecer que se está leyendo una guía de teléfonos. Se lo digo siempre. No es necesario inventarse nada a la hora de interpretar a Verdi. Basta seguir sus signos sobre el pentagrama, sus marcas para disminuir o aumentar la voz, atender a cuándo hay que dar una nota a plena voz en forte o cuando hay que recogerla en un piano o un pianísimo. Donde sí está abandonado a su suerte el cantante es en el fraseo. Darle intención a lo que se dice depende del talento de cada uno. Y eso no se compra ni se vende. Eso se tiene o no.

Alfredo Kraus fue el mejor Duca di Mantua de su generación. Es, junto con Pavarotti, una referencia imprescindible en el rol desde 1950 hasta nuestros días. Sus interpretaciones no son clónicas, ya que Kraus dibuja un noble con un punto altivo, arrogante como demanda el libreto, mientras Pavarotti le aportaba su picardía y su soleado y luminoso timbre para convertirlo en todo un seductor. Esta grabación es un directo de Parma de 1987. El tenor canario ya había cumplido la sesentena, y sin embargo, todavía mantenía en repertorio un rol que otros muchos compañeros retiran con apenas 40 años. La pureza del canto krausiano impregna toda la página. Fíjese en las modulaciones de la voz, en como no hay dos frases iguales, en un canto diverso y riquísimo. Un ejercicio impagable que por sí solo justifica la pasión que la ópera desata entre los aficionados.

Sí, la iluminación de la producción es de juzgado de guardia.

La paterna mano

«Macbeth» es una ópera extraña. Se escapa de las convenciones en las que el héroe es el tenor, su amada la soprano, y el villano es el barítono, con el bajo haciendo las veces de padre contra el que hay que luchar. Incluso extraña dentro de la producción verdiana, a la vista de lo que el maestro había compuesto hasta el momento. No lo es que cediera el protagonismo al barítono para encarnar al atormentado regicida. «Nabucco» o «I due Foscari» ya concedían ese papel, y lo volvería a hacer en «Rigoletto» o «Simon Boccanegra». Son títulos que, sencillamente, no puedes hacer sin un barítono de garantías.

La extrañeza de «Macbeth» es el tono crepuscular de toda la ópera, desde su mismo comienzo, y ese juego de voces graves que se genera entre el protagonista, el bajo que encarna a Banquo y la diabólica Lady, uno de los papeles más espinosos de la cuerda verdiana. No basta con tener las notas para cantarlo, hay que saber imprimirle las toneladas de carácter que exige, adecuarse al incisivo fraseo, poseer unos medios sobre los que asentar un sonido robusto y amplio. Curiosamente, es un rol frecuentado en el pasado por muchas sopranos wagnerianas. Imagínese la dureza, señora.

En mitad de toda esta vorágine, Verdi concede al tenor un papel muy secundario, el de Macduff, el noble al que, en pleno ataque de locura, Macbeth le asesina a los hijos. A sangre fría, mientras dormían (o como mejor guste al director de escena de turno). Cuando descubre la atrocidad, el destrozado padre entona este «Ah, la paterna mano», un aria breve pero intensa, en la que no hay sobreagudos ni piruetas vocales, sino simple y puro canto italiano. Comentaban en un foro un chascarrillo: a estas alturas de la ópera, ya hay mono de tenor. Esta es la dosis.

Se demanda saber jugar con las intensidades, modular, combinar el lamento del comienzo con el llamamiento a la venganza en la parte final. He encontrado este vídeo de Roberto Alagna a finales de los 90, desde la Scala, interpretando la pieza bajo la égida de Riccardo Muti, el guardián de las esencias verdianas de nuestro tiempo. Qué bien cantaba este joven Alagna.

Ah, la paterna mano
Non vi fu scudo, o cari,
Dai perfidi sicari
Che a morte vi ferir!
E me fuggiasco, occulto,
Voi chiamavate invano,
Coll'ultimo singulto,
Coll'ultimo respir.
Trammi al tiranno in faccia,
Signore! e s'ei mi sfugge,
Possa a colui le braccia
Del tuo perdono aprir.

Niun mi tema!

Llevo desde el viernes con un tarareo en la cabeza. Son los compases finales de la muerte de Otello, en su versión verdiana, la estremecedora Niun mi tema («Que nadie me tema»), en la que acorralado por sus oficiales, el moro descubre la verdad: fue engañado para sentir infundados celos, dejarse arrastrar por el odio y asesinar a su esposa Desdémona. El libreto de Boito tiene algunas frases maravillosas, como ese Otello fu («Otello fui»), o la que tengo marcada a fuego en el subconsciente, esa dolorosa Pria d’ucciderti, sposa ti baciai («Antes de matarte, esposa, te besé»). Nada queda ya del poderoso Otello que desembarcó tras vencer al musulmán al grito de Esultate!. Ahora, es la simple carcasa de un hombre derrotado por sí mismo, que ha sustituido el dolor de los celos por el insonsable dolor de la pérdida de su amada. El fuego verdiano son ahora cenizas, rescoldos, brasas que pierden su fulgor hasta apagarse poco a poco, como la voz del moro tras asestarse la puñalada mortal como penitencia a sus obras. Es una orquesta que va muriendo, como el personaje, que lo acompaña en su agonía final, en esos besos interrumpidos.

He buscado por Youtube alguna versión que me convenciera al 100%. Especialmente, la de Ramón Vinay en su grabación con Toscanini, donde está sublime, aunque siempre podrá objetarse ese gusto por el jadeo no estrictamente musical. Quizás no haya una voz, pero hay un personaje. En una longitud de onda similar creo que se mueve Gregory Kunde, quien aún con limitaciones obvias en el registro más grave, saca adelante la parte con buen hacer. Y se limita a una cosa que parece sencilla: cantar lo escrito. Su musicalidad, su inteligencia como intérprete, le ha convertido en el Otello de referencia en nuestros días. Y gasta 59 años. Estos días en Valencia están ratificando esta opinión.

Le dejo un vídeo de Osaka, donde la compañía de La Fenice veneciana se fue de bolo en abril. La producción es el espanto ya conocido de Micheletti, que se estrenó en noviembre en la ciudad de los canales, donde un servidor gozó de la batuta de Myung-Wung Chung y del buen hacer de este tenor.

Niun mi tema 
s'anco armato mi vede. 
Ecco la fine del mio cammin... 
Oh! Gloria! Otello fu.
E tu.. come sei pallida! 
e stanca, e muta, e bella, 
pia creatura nata sotto maligna stella. 
Fredda come la casta tua vita...
e in cielo assorta. 
Desdemona! Desdemona!... 
Ah... morta! morta! morta!...

(estraendo furtivamente 
dalle vesti un pugnale)

Ho un'arma ancor! 

(si ferisce) (...)
Pria d'ucciderti... sposa... ti baciai. 
Or morendo... nell'ombra.... 
in cui mi giacio... 
Un bacio... un bacio ancora... 
ah!... un altro bacio... 

(muore)

Esultate!

Una sucesión de afortunados acontecimientos hará que presencie un inesperado «Otello» próximamente. Cosas que pasan. A veces los astros se confabulan para descabalgarte un «Nabucco», y otras se alinean para que el celoso moro veneciano pueda contarte su historia. Un golpe de fortuna, en toda regla. El «Otello» de Verdi, aclaro, porque el otro forma parte de esos títulos casi imposibles, aunque el año pasado conseguimos obrar el milagro en tierras belgas.

A sabiendas de que el buen verdiano venera ese capricho postrero que fue «Falstaff», a mí me parece que la gran producción del maestro de Busetto finaliza en «Otello». Su último melodrama romántico pone el punto y final al género en el s. XIX, y abre la puerta a los nuevos modos compositivos del momento. De hecho, «Falstaff» es una especie de coda cómica, un epílogo rompedor y alternativo a su propia trayectoria artística. Tanto, que a mí me cuesta reconocerlo como parte de la misma. Supongo que son cosas de la edad.

El «Otello» verdiano es una obra impregnada de fuerza, del arrebatador magnetismo del personaje principal, poderoso, omnímodo, y quizás por ello, también proclive al exceso en sus interpretaciones. Durante décadas, el modelo del moro fue el impuesto por ese titán llamado Mario del Mónaco, de voz privilegiada e inconfundible, pero de actuación algo monolítica. Su Otello era plano, unidireccional, bastante primario, aunque no menos delicioso para el espectador, al que envolvía con su broncíneo timbre. Un espectáculo único para los sentidos.

Una cierta tradición, quizás creada cuando Toscanini le entregó el rol a Ramón Vinay, barítono devenido en tenor ocasional, impone que el moro tenga una voz densa, oscura, robusta. Encajaba ahí Del Mónaco, como también Domingo. Y hay tendencia a buscar tenores con un centro anormalmente ensanchado y sombreado para encajar en este cliché. Parece que no fue así en el estreno de la obra, que recayó en el divo del momento Francesco Tamagno, un tenor lírico de timbre más luminoso. Hoy ya hay intérpretes que buscan esta vía alternativa. Porque imitar a MdM es, sencillamente, imposible. Y suicida, añado.

A lo que iba, que me disperso. La fuerza de la obra, que sin embargo tiene pasajes de un profundísimo lirismo (el dúo final del primer acto, la ofrenda del segundo, el rezo de Desdémona…), comienza desde la primera nota, desde el primer compás de la orquesta, que dibuja la furiosa tormenta de la que emerge un Otello victorioso tras hundir a la flota musulmana, y que es recibido entre vítores por el pueblo veneciano. En esa irrupción en escena se produce quizá una de las frases más reconocibles de todo el repertorio operístico, ese «Esultate!» descomunal, pasto de émulos en la ducha por parte de los aficionados, sueño de tenores y forja de grandes glorias.

Le dejo aquí, señora, el arranque de la ópera en una función de 1976 en la Scala milanesa, con el añorado Carlos Kleiber en el foso (casual e inexplicablemente abucheado por los loggionisti) y con un jovencísimo Plácido Domingo con la cara pintada de negro. Déjese zarandear por la tormenta, trague agua salada de esas olas rompiendo, sienta el miedo de la noche y emociónese con la arribada del laureado Otello. Por instantes como ese tiene sentido amar la ópera.

Otello!

Shakespeare ha sido una inagotable fuente de inspiración para los compositores. El éxito de sus dramas teatrales (y en menor medida, de alguna de sus comedias) era un tema atractivo para los autores, que encontraban así un reclamo para sus óperas en una época en la que el éxito o el fracaso no lo marcaba la crítica (que ya existía, no obstante), sino la venta de localidades. Durante el final del s. XVIII y la primera mitad del s. XIX, los compositores recibían encargos de los empresarios de los teatros, y si había una buena acogida por parte del público, tenían asegurado más trabajo, y por tanto, un sueldo.

Una de las obras maestras indiscutibles del dramaturgo inglés es la historia del celoso moro de Venecia, Otello. Su personaje se va consumiendo a lo largo del texto en su particular infierno de miedos y odios, de inseguridades, de amor primario, en un fuego alimentado por la insidia del cruel Iago, con Desdémona como víctima propiciatoria de su afán por medrar en la escala social.

En la historia de la ópera, dos autores han adaptado la tragedia del moro: Rossini y Verdi. Entre ambos, un abismo de setenta años, un universo entre un estilo y otro, una sima de reconocimiento y divulgación. La obra verdiana es su último drama, compuesto cuando el autor ya gastaba ochenta años, en plena etapa de madurez tardía, y condensa todo un siglo de opera italiana en dos horas de función. Hay un tenebrismo crepuscular en toda la partitura, reminiscencias wagnerianas, esencias belcantistas y mucha tradición italiana. Pero de ella quiero hablar otro día, con más calma.

Hoy traigo la pieza rossiniana. El imaginario colectivo dibuja a Rossini como un compositor de música evocadoramente alegre, con «El barbero de Sevilla» como su título más representativo para el gran público. Sin restarle méritos a las andanzas del Conte di Almaviva y su fiel Fígaro, es en su ópera seria donde se encuentra al mejor y más brillante Rossini. Porque incluso con una orquestación que no se presta a los sonidos profundos y graves del tardorromanticismo, con un estilo muy academicista y alejado de teatralidades afectadas, hay drama. Es Otello un buen ejemplo, aunque la historia no siga al dedillo lo que contaba Shakespeare. Aquí, Iago es un papel secundario, Roderigo gana en presencia (es el rol del contraltino de turno) y el papel del moro se entrega a un baritenor, que en su estreno fue Andrea Nozzari.

El vídeo que cuelgo corresponde a unas funciones del año pasado en Bruselas, una estupenda versión concierto que tuvo como protagonista a Gregory Kunde, uno de los cantantes más interesantes de estos tiempos, y de una carrera cuanto menos bizarra. De contraltino con voz de comprimario ha pasado tras más de tres décadas sobre los escenarios a desarrollar un instrumento poderoso, que mantiene fuerza en el agudo y lo conjuga con un centro y un grave algo irregulares, pero suficientes. La escena es la entrada de Otello, con su cavatina y su cabaletta de rigor. Es la misma llegada que retrata Verdi en su ópera, la misma tormenta, la misma tensión. Pero la música es distinta, radicalmente opuesta, añadiría. Ambas, obras maestras.

Zaccaria

El personaje de Zaccaria, el sumo sacerdote de Jerusalen, es uno de los más trabajados del que fue el primer éxito en la carrera de Verdi. Las luces suelen centrarse en la dificultosa y deslumbrante escritura del rol de Abigaille, o en las piezas heróicas del protagonista de la ópera, el fiero Nabucco. Acaban siendo los más aplaudidos en el momento de los saludos finales, sobre todo si los intérpretes acompañan. Zaccaria es un personaje de un enorme simbolismo, porque a través de él habla el oprimido pueblo hebreo, que a su vez tiene sus momentos de expresión como en el archiconocido coro «Va, pensiero».

Desde la primera escucha que uno hace del «Nabucco», se le queda grabada a fuego la escena inicial, en la que el bajo de turno se debe enfrentar a sus dos piezas, el «Sperate, o figli» como cantabile, y la posterior cabaletta, «Come notte a sol fulgente», que exige indefectiblemente sus variaciones en la segunda estrofa. Cuando uno se encuentra alguien del inmenso talento de este Samuel Ramey, no puede sino repetir una y otra vez la exhibición de medios y de audacia del bajo americano. Un lujo.

Foscari

Una de las especialidades de Verdi como compositor está en el esbozo y posterior perfilado de sus «padres», esos personajes atormentados que se debaten casi siempre entre el amor por sus hijos y circunstancias paralelas como el poder, los celos, el amor o el odio. En esa confrontación de sentimientos encontrados, Verdi extrae su mejor drama, y configura partituras para que el barítono de turno desarrolle su propia psicología y hondura emocional. Los «padres verdianos» por excelencia son Rigoletto, Germont, Francesco Foscari, Miller, Simon Boccanegra y en menor medida, Nabucco.

Sobre el tercero de ellos voy a pararme hoy, Francesco Foscari. No hace demasiado, en este mismo blog, hablábamos de la escena de entrada del que es su hijo, Jacopo, que maldice el exilio al que ha sido sometido, acusado de un crimen que nunca cometió. Como ya entonces contamos un poco la historia, me ahorro esos detalles. Francesco Foscari es el todopoderoso dogo de Venecia, omnipotente pero no tanto, sometido al escrutinio del «Consejo de los Diez», un aparato burqués empeñado en juzgar a su hijo y condenarlo a muerte. El amor paterno resquebraja la hierática figura del dogo, al que los nobles chantajean: si cede la corona, su hijo no morirá sino que será exiliado de por vida.

Esta escena, «Questa dunque è l’iniqua mercede», Francesco expresa en voz alta la perversa oferta de los Diez: su hijo a cambio del poder. Es un soliloquio cargado de crítica, que desnuda y devuelve toda la humanidad a un personaje que hasta el momento había quedado como un tótem gélido, más general que padre, más racional que emocional. Hoy nadie canta el Francesco Foscari como el veterano Leo Nucci, que imprime a esta invectiva final una teatralidad muy particular, apretándole a uno las tuercas de su corazoncito. Un grande de nuestro tiempo. El último, añado.

Cielo, pietoso rendila

Hay una creencia generalizada entre el común de los aficionados según la cual ya no se canta como antes. No está exenta de razón, a la vista (y al oído!) de mucho cantante que anda suelto hoy en día por los teatros. Es una reflexión también envenenada, porque de aquel pasado glorioso apenas nos han quedado grabaciones de los más grandes, los que sobrevivieron a la criba del tiempo casi siempre por motivos artísticos. El tamiz no es exacto, señora, también se colaron Tito Gobbi o Fernando Corena, o Mara Zampieri y Floriana Cavalli. Son cosas que ocurren. La flagelación ante el desastroso presente no conduce sino a la frustración y el mesacamillismo de salón, dos sensaciones que impiden gozar en toda su extensión el bello arte de la ópera. Ha de haber algo más, se preguntará usté, señora. Y lo hay. En el erial todavía hay pequeños oasis en los que refrescarse con partituras de Verdi, el autor al que siempre se señala como referencia de canto exigente.

Mi experiencia con Fabio Sartori se limita a un Foresto en un «Attila» milanés de 2011, una función de esas notables, donde las piezas se funden a la perfección encajando en un todo majestuoso, vibrante. Una estupenda suma que resiste cualquier resta que se pueda plantear desde ópticas individuales. El tenor italiano es, quizás junto a Francesco Meli y Piero Pretti, el mejor representante de la cuerda de los líricos puros, con un timbre bello, un agudo refulgente (aunque a veces no todo lo apoyado que pudiera exigirse) y un dominio de las exigencias del estilo como mandan los cánones. Verdi, ya se lo he contado varias veces señora, no pide cantar y punto. no, no. La esencia del canto italiano pide que haya intención en lo que se dice, pero sin descuidar nunca el legato, la unión que se le da a las palabras que componen el recitativo canoro, y sobre todo, manejar las dinámicas, las intensidades, los colores que en cada momento puede exigir la partitura. No es lo mismo cantar una alegre cabaletta que un intenso cantabile o un ardoroso dúo con la soprano, o incluso un trío una vez que aparece ese villano con voz baritonal.

En este pequeño homenaje que quiero rendir a Verdi en el 200 aniversario de su nacimiento, traigo aquí a Fabio Sartori encarnando el rol de Gabriele Adorno, el tenor de la colosal «Simon Boccanegra», una de las óperas tardías del maestro de Busetto. Bueno, tardío fue su éxito después de que se revisara en 1882 tras el fracaso en su estreno, dos décadas antes. El título tiene dos protagonistas esenciales, el barítono que asume el rol titular y la soprano que encarna a Amelia. Ellos dos componen la magia de esta ópera, ella con su escena inicial y sus dos dúos, él con su grandiosa proclama «Plebe, patrizi, popolo» y las escenas con Amelia y Fiesco. Correcto, el tenor da tabaco. Aun así, Verdi le escribió una pequeña escena en el segundo acto, con una doble aria de enorme belleza, en el que por un lado tiene un arranque pasional, vibrante, intenso, y por otro le permite desplegar un canto más dulce y melódico, en ese «Cielo, pietoso rendila». Disfrute, señora.