otello

Niun mi tema!

Llevo desde el viernes con un tarareo en la cabeza. Son los compases finales de la muerte de Otello, en su versión verdiana, la estremecedora Niun mi tema («Que nadie me tema»), en la que acorralado por sus oficiales, el moro descubre la verdad: fue engañado para sentir infundados celos, dejarse arrastrar por el odio y asesinar a su esposa Desdémona. El libreto de Boito tiene algunas frases maravillosas, como ese Otello fu («Otello fui»), o la que tengo marcada a fuego en el subconsciente, esa dolorosa Pria d’ucciderti, sposa ti baciai («Antes de matarte, esposa, te besé»). Nada queda ya del poderoso Otello que desembarcó tras vencer al musulmán al grito de Esultate!. Ahora, es la simple carcasa de un hombre derrotado por sí mismo, que ha sustituido el dolor de los celos por el insonsable dolor de la pérdida de su amada. El fuego verdiano son ahora cenizas, rescoldos, brasas que pierden su fulgor hasta apagarse poco a poco, como la voz del moro tras asestarse la puñalada mortal como penitencia a sus obras. Es una orquesta que va muriendo, como el personaje, que lo acompaña en su agonía final, en esos besos interrumpidos.

He buscado por Youtube alguna versión que me convenciera al 100%. Especialmente, la de Ramón Vinay en su grabación con Toscanini, donde está sublime, aunque siempre podrá objetarse ese gusto por el jadeo no estrictamente musical. Quizás no haya una voz, pero hay un personaje. En una longitud de onda similar creo que se mueve Gregory Kunde, quien aún con limitaciones obvias en el registro más grave, saca adelante la parte con buen hacer. Y se limita a una cosa que parece sencilla: cantar lo escrito. Su musicalidad, su inteligencia como intérprete, le ha convertido en el Otello de referencia en nuestros días. Y gasta 59 años. Estos días en Valencia están ratificando esta opinión.

Le dejo un vídeo de Osaka, donde la compañía de La Fenice veneciana se fue de bolo en abril. La producción es el espanto ya conocido de Micheletti, que se estrenó en noviembre en la ciudad de los canales, donde un servidor gozó de la batuta de Myung-Wung Chung y del buen hacer de este tenor.

Niun mi tema 
s'anco armato mi vede. 
Ecco la fine del mio cammin... 
Oh! Gloria! Otello fu.
E tu.. come sei pallida! 
e stanca, e muta, e bella, 
pia creatura nata sotto maligna stella. 
Fredda come la casta tua vita...
e in cielo assorta. 
Desdemona! Desdemona!... 
Ah... morta! morta! morta!...

(estraendo furtivamente 
dalle vesti un pugnale)

Ho un'arma ancor! 

(si ferisce) (...)
Pria d'ucciderti... sposa... ti baciai. 
Or morendo... nell'ombra.... 
in cui mi giacio... 
Un bacio... un bacio ancora... 
ah!... un altro bacio... 

(muore)

Esultate!

Una sucesión de afortunados acontecimientos hará que presencie un inesperado «Otello» próximamente. Cosas que pasan. A veces los astros se confabulan para descabalgarte un «Nabucco», y otras se alinean para que el celoso moro veneciano pueda contarte su historia. Un golpe de fortuna, en toda regla. El «Otello» de Verdi, aclaro, porque el otro forma parte de esos títulos casi imposibles, aunque el año pasado conseguimos obrar el milagro en tierras belgas.

A sabiendas de que el buen verdiano venera ese capricho postrero que fue «Falstaff», a mí me parece que la gran producción del maestro de Busetto finaliza en «Otello». Su último melodrama romántico pone el punto y final al género en el s. XIX, y abre la puerta a los nuevos modos compositivos del momento. De hecho, «Falstaff» es una especie de coda cómica, un epílogo rompedor y alternativo a su propia trayectoria artística. Tanto, que a mí me cuesta reconocerlo como parte de la misma. Supongo que son cosas de la edad.

El «Otello» verdiano es una obra impregnada de fuerza, del arrebatador magnetismo del personaje principal, poderoso, omnímodo, y quizás por ello, también proclive al exceso en sus interpretaciones. Durante décadas, el modelo del moro fue el impuesto por ese titán llamado Mario del Mónaco, de voz privilegiada e inconfundible, pero de actuación algo monolítica. Su Otello era plano, unidireccional, bastante primario, aunque no menos delicioso para el espectador, al que envolvía con su broncíneo timbre. Un espectáculo único para los sentidos.

Una cierta tradición, quizás creada cuando Toscanini le entregó el rol a Ramón Vinay, barítono devenido en tenor ocasional, impone que el moro tenga una voz densa, oscura, robusta. Encajaba ahí Del Mónaco, como también Domingo. Y hay tendencia a buscar tenores con un centro anormalmente ensanchado y sombreado para encajar en este cliché. Parece que no fue así en el estreno de la obra, que recayó en el divo del momento Francesco Tamagno, un tenor lírico de timbre más luminoso. Hoy ya hay intérpretes que buscan esta vía alternativa. Porque imitar a MdM es, sencillamente, imposible. Y suicida, añado.

A lo que iba, que me disperso. La fuerza de la obra, que sin embargo tiene pasajes de un profundísimo lirismo (el dúo final del primer acto, la ofrenda del segundo, el rezo de Desdémona…), comienza desde la primera nota, desde el primer compás de la orquesta, que dibuja la furiosa tormenta de la que emerge un Otello victorioso tras hundir a la flota musulmana, y que es recibido entre vítores por el pueblo veneciano. En esa irrupción en escena se produce quizá una de las frases más reconocibles de todo el repertorio operístico, ese «Esultate!» descomunal, pasto de émulos en la ducha por parte de los aficionados, sueño de tenores y forja de grandes glorias.

Le dejo aquí, señora, el arranque de la ópera en una función de 1976 en la Scala milanesa, con el añorado Carlos Kleiber en el foso (casual e inexplicablemente abucheado por los loggionisti) y con un jovencísimo Plácido Domingo con la cara pintada de negro. Déjese zarandear por la tormenta, trague agua salada de esas olas rompiendo, sienta el miedo de la noche y emociónese con la arribada del laureado Otello. Por instantes como ese tiene sentido amar la ópera.

Otello!

Shakespeare ha sido una inagotable fuente de inspiración para los compositores. El éxito de sus dramas teatrales (y en menor medida, de alguna de sus comedias) era un tema atractivo para los autores, que encontraban así un reclamo para sus óperas en una época en la que el éxito o el fracaso no lo marcaba la crítica (que ya existía, no obstante), sino la venta de localidades. Durante el final del s. XVIII y la primera mitad del s. XIX, los compositores recibían encargos de los empresarios de los teatros, y si había una buena acogida por parte del público, tenían asegurado más trabajo, y por tanto, un sueldo.

Una de las obras maestras indiscutibles del dramaturgo inglés es la historia del celoso moro de Venecia, Otello. Su personaje se va consumiendo a lo largo del texto en su particular infierno de miedos y odios, de inseguridades, de amor primario, en un fuego alimentado por la insidia del cruel Iago, con Desdémona como víctima propiciatoria de su afán por medrar en la escala social.

En la historia de la ópera, dos autores han adaptado la tragedia del moro: Rossini y Verdi. Entre ambos, un abismo de setenta años, un universo entre un estilo y otro, una sima de reconocimiento y divulgación. La obra verdiana es su último drama, compuesto cuando el autor ya gastaba ochenta años, en plena etapa de madurez tardía, y condensa todo un siglo de opera italiana en dos horas de función. Hay un tenebrismo crepuscular en toda la partitura, reminiscencias wagnerianas, esencias belcantistas y mucha tradición italiana. Pero de ella quiero hablar otro día, con más calma.

Hoy traigo la pieza rossiniana. El imaginario colectivo dibuja a Rossini como un compositor de música evocadoramente alegre, con «El barbero de Sevilla» como su título más representativo para el gran público. Sin restarle méritos a las andanzas del Conte di Almaviva y su fiel Fígaro, es en su ópera seria donde se encuentra al mejor y más brillante Rossini. Porque incluso con una orquestación que no se presta a los sonidos profundos y graves del tardorromanticismo, con un estilo muy academicista y alejado de teatralidades afectadas, hay drama. Es Otello un buen ejemplo, aunque la historia no siga al dedillo lo que contaba Shakespeare. Aquí, Iago es un papel secundario, Roderigo gana en presencia (es el rol del contraltino de turno) y el papel del moro se entrega a un baritenor, que en su estreno fue Andrea Nozzari.

El vídeo que cuelgo corresponde a unas funciones del año pasado en Bruselas, una estupenda versión concierto que tuvo como protagonista a Gregory Kunde, uno de los cantantes más interesantes de estos tiempos, y de una carrera cuanto menos bizarra. De contraltino con voz de comprimario ha pasado tras más de tres décadas sobre los escenarios a desarrollar un instrumento poderoso, que mantiene fuerza en el agudo y lo conjuga con un centro y un grave algo irregulares, pero suficientes. La escena es la entrada de Otello, con su cavatina y su cabaletta de rigor. Es la misma llegada que retrata Verdi en su ópera, la misma tormenta, la misma tensión. Pero la música es distinta, radicalmente opuesta, añadiría. Ambas, obras maestras.