Atienda, señora. 10.43 de la mañana de un domingo, y un servidor lleva una hora despierto, sin resaca, habiendo dormido las 9 horas que le marca su reloj biológico. Y esto sienta bien. Por delante, cuatro horas hasta el momento del almuerzo para sumergirse en «Lohengrin», seguir mordiendo con fruición el último de los tres libros de Abercrombie que forman su trilogía de «La Primera Ley», y convalecer de mi reciente extracción molar. Qué agradables son las matinés dominicales. Y qué desconocidas, tras tantos años gastándolas entre alientos etílicos y quebrantos neuronales.
No quiero decir con esto que me arrepienta o reniegue de tantas y tantas jornadas dedicadas a la Noche. Ha sido un tiempo irrepetible, de buenas compañías y mejores amigos. Pero si entonces había un resorte que me impelía a pisar la calle en cuanto caía el sol, ahora sospecho que el mecanismo ha debido de oxidarse. Quizás fue la lluvia interior. Tampoco crea que tengo un especial interés en lubricarlo de nuevo, señora. Este es otro tiempo, ni mejor ni peor. Acaso distinto. Y si miro atrás, lo hago con nostalgia, con la pena de que todo aquello ya no me atraiga.