La jerga de pueblo entraña una enorme dificultad. Cuanto más tiempo paso fuera del mío, luego más me cuesta recuperar la fluidez en el «ayamontino casual», una variante del «andaluz genérico» con cuerpo propio y entonación diferenciada. Para que luego hablen de la falta de riqueza cultural de mi tierra. Charlar en ayamontino requiere a un interlocutor válido, esto es, otro oriundo del lugar, hacerlo con calma y regodeándose en el detalle, que es la esencia de la jerga, como los tropezones en el gazpacho.
Incluso así, no es fácil. Porque tras años de prolongada ausencia y contadas visitas breves, ponerse al día de lo que ocurre en el pueblo no es fácil. Sobre todo cuando hay que contextualizar a los protagonistas de las historias. Si, como en mi caso, no sabes quién es menganito, deberías conocerlo por ser «el hijo de». Y fulanita, que fue novia de aquel otro, es «la hija de». Al final, todos acabamos reducidos a meros «hijosde», personas sin importancia ni relevancia alguna a título individual, y que debemos nuestra consideración al patronímico. Eres quien eres por ser hijo de. Incluso da igual que fallezca tu padre o tu madre, porque a efectos de una sociedad pueblerina seguirás siempre siendo considerado «hijo de».
Esto tiene un problema añadido: que tu padre no sea nadie. No porque seas hijo de una fecundación espontánea o divina, sino porque alguno de los progenitores no tenga ADN local o, sencillamente, sea una de esas personas normales, que rehúyen toda actividad social y prefieren el cómodo anonimato a la no siempre grata popularidad. Es decir, una persona que no participa de las hermandes de Semana Santa, que tampoco se implica en fiestas patronales ni carnavales, que no pinta ni compone, que no juega al fútbol ni va a ver al Ayamonte. En ese caso, el granhermano formula una variación al «hijo de» y pasas a ser «sobrino de» o «cuñado de». Pero lo importante es que estés fichado, que se sepa de ti.
Es la grandeza de los pueblos. Siempre eres alguien, aunque no siempre quien tu quieres ser.