ayamonte

Hijosde

La jerga de pueblo entraña una enorme dificultad. Cuanto más tiempo paso fuera del mío, luego más me cuesta recuperar la fluidez en el «ayamontino casual», una variante del «andaluz genérico» con cuerpo propio y entonación diferenciada. Para que luego hablen de la falta de riqueza cultural de mi tierra. Charlar en ayamontino requiere a un interlocutor válido, esto es, otro oriundo del lugar, hacerlo con calma y regodeándose en el detalle, que es la esencia de la jerga, como los tropezones en el gazpacho.

Incluso así, no es fácil. Porque tras años de prolongada ausencia y contadas visitas breves, ponerse al día de lo que ocurre en el pueblo no es fácil. Sobre todo cuando hay que contextualizar a los protagonistas de las historias. Si, como en mi caso, no sabes quién es menganito, deberías conocerlo por ser «el hijo de». Y fulanita, que fue novia de aquel otro, es «la hija de». Al final, todos acabamos reducidos a meros «hijosde», personas sin importancia ni relevancia alguna a título individual, y que debemos nuestra consideración al patronímico. Eres quien eres por ser hijo de. Incluso da igual que fallezca tu padre o tu madre, porque a efectos de una sociedad pueblerina seguirás siempre siendo considerado «hijo de».

Esto tiene un problema añadido: que tu padre no sea nadie. No porque seas hijo de una fecundación espontánea o divina, sino porque alguno de los progenitores no tenga ADN local o, sencillamente, sea una de esas personas normales, que rehúyen toda actividad social y prefieren el cómodo anonimato a la no siempre grata popularidad. Es decir, una persona que no participa de las hermandes de Semana Santa, que tampoco se implica en fiestas patronales ni carnavales, que no pinta ni compone, que no juega al fútbol ni va a ver al Ayamonte. En ese caso, el granhermano formula una variación al «hijo de» y pasas a ser «sobrino de» o «cuñado de». Pero lo importante es que estés fichado, que se sepa de ti.

Es la grandeza de los pueblos. Siempre eres alguien, aunque no siempre quien tu quieres ser.

Reencuentros

Soy escasamente aficionado a la nostalgia barata. Ya sabe, montarse en la máquina del tiempo y revivir el pasado ante la incapacidad de disfrutar el presente. Siempre hay algo en el entorno que nos rodea que da sentido a nuestras vidas. El problema es que no siempre está frente a nuestras narices y exige esfuerzo. Acomodados que estamos, señora.

Si algo hay que está instalado desde hace años en mi memoria son las fiestas en mi pueblo. El gozoso exilio me ha alejado de hábitos que en mi juventud eran poco menos que sacros de toda santidad, marcados en la agenda de un verano al otro con tinta de la que no se borra. Una de esas tradiciones eran las sanas verbenas del Salvador, en mi barrio (o lo que queda de él tras el urbanismo predador y un alcalde analfabeto). Ponche va, lomito viene, en dos noches me ha sido difícil no sonreir, no recuperar la ingenua alegría de la adolescencia. Y de paso, saludar a muchos viejos conocidos, que lo único original que saben decirme es que estoy más gordo. Oh, qué novedad.

Y pese a haber disfrutado de estas noches verbeneras, con orquesta y compadre, no creo que las incorpore a la agenda del próximo agosto. No hay ninguna razón definida, sino más bien el hecho de que si tanto las he disfrutado este año, seguramente se hayan debido a mi larga ausencia. Ocho veranos más tarde, el regreso ha sido agradable. Incluso las tímidas resacas y el revoloteo gástrico. Dejemos que pase un tiempo hasta planear otro retorno igual de placentero. A veces necesito razones para mantener el abono del balneario.

Pérdidas

Hoy es un día triste, de esos difícilmente consolables. Ha fallecido, tras una lucha titánica durante seis años contra la enfermedad que empieza por «c», la madre de un amigo. A su vez, amiga de mi madre. Curiosas coincidencias de esta vida. Su verdugo no tuvo nunca en cuenta si era o no una buena persona, si ayudaba a los demás, si tenía cargas familiares que atender y responsabilidades que llevar adelante. Nunca lo hace. A esa plaga le da igual quien sucumbe a su hálito negro, ese que te va consumiendo por dentro y por fuera, que te deja el dolor interno de quien lo padece y se extiende a quienes te rodean, embargados por la pena. Presumo de poder ponerme en el pellejo de mucha gente para intentar entender sus sentimientos y sus perspectivas vitales. Pero soy incapaz siquiera de intentar pensar en qué se siente al perder a una madre, y no ya hacerlo de golpe, sino a través de una tortura constante, viendo cómo se te va yendo poco a poco, cómo la abandonan sus fuerzas, cómo flaquean las tuyas al ver que no puede darte un beso porque ese tratamiento que debe curarla se la está llevando.

Odio los funerales. Y me repelen todavía más los pésames. Siento pánico ante el hecho de tener que llamar a este amigo, dentro de unos días cuando pase la vorágine, e intentar hablar con él. ¿Quién soy yo para intentar consolarle? ¿Qué confort puede darte nadie cuando has perdido a un ser irremplazable? Me noto como un estorbo, como un peaje que ese amigo debe pasar en aras de un convencionalismo cruel. En momentos así, un fuerte abrazo significa más que mil conversaciones baladíes y frívolas. Y yo no puedo darlo a mil kilómetros de distancia. Pero espero que sepa ese buen amigo que, incluso desde la lejanía, su dolor es compartido.

Puta vida esta.

Obligaciones

Me hubiera gustado ilustrar este post con una imagen de mi instituto, uno de esos edificios del tardofranquismo rehabilitados para democracias tempranas donde impartir principios constitucionales y clases de gimnasia. Ah, y lecciones de mecanografía. Aunque yo aprendí a teclear en Morón de la Frontera, con un fulano que se empeñaba en que yo adquiriera destreza a los mandos de la Olivetti y a mí sólo me interesaba que me contara cosas del abuelo que nunca conocí. Supongo que nuestro trato eran recuerdos a cambio de hojas llenas de qwertys y asdfgs. Con qué poco nos conformábamos entonces.

Vuelvo al instituto. No físicamente, señora, sino a modo de evocación del tiempo pasado. Lo hago coincidiendo con la lectura de «Cien años de soledad». Sí, por primera vez. La relación entre una cosa y otra es íntima. En aquella tierna adolescencia, renegué con la aparatosidad que suelo de la obligación de leer a García Márquez y su general sin correspondencia. Casi tanto como de la imposición de Rulfo y su páramo flamígero. «No me creo que me digas eso», me replicaba entonces el profesor de literatura, uno de esos hombres que convirteron su condición de bonachón en una síntesis de toda su persona. Y en el fondo le hacía un favor, porque le permitía enmascarar su afición al clarete y sus esquinazos a los principios generales de la higiene.

La edición de «Cien años de soledad» que empecé el jueves a la noche y estoy seguro que acabaré antes del lunes la compré en 2004. Y desde entonces ha ocupado todas las posibles estanterías de mis distintos pisos. Primero, la de los libros olvidados. Con el tiempo, se hizo un hueco entre los de lomo vistoso, y salió del ostracismo. En la mudanza, ganó una plaza entre los secundones. Y sin siquiera llegar a la titularidad del mueble del pasillo donde lucen las novedades, acabó en mi mesilla. ¿Y por qué tardaste ocho años en leerlo, Quillo? Difícil explicación, señora. Lo compré a sabiendas de que algún día lo querría leer. Pero ese momento habría de serme revelado sin mediar coacción alguna de terceros. Ni siquiera de mi propia conciencia. Debería ser un interés que brotara de la nada.

Y el mismo impulso que me lleva a deglutir best sellers de dudosísima calidad, que me arrastra por el cenagal de las tramposas historias de Agatha Christie, que me arroja en brazos de la novela negra alternativa porque es más cool que la convencional, es el que me llevó el jueves a reconciliarme con García Márquez e interesarme por la saga de los Buendía. La pregunta que me rodea estos días es si habría cruzado el umbral de Macondo con anterioridad si no pesaran sobre mí las maldiciones que proferí contra este autor en el instituto. Y si aquellas no fueron fruto de la obligación de leerlo. Lo que me conduce a la razón primera sobre la que pilota mi vida: no obligarme a nada para poder apreciarlo todo sin prejuicios.

Escatología, bis

Llevo dándole vueltas a la reflexión del post anterior. Está siendo una digestión larga del tema. He llegado a la conclusión de que hay gente que considera el empleo intencionado de los retretes para los alivios gástricos como un gesto de arrebato, de lucha contra la opresión del patrono. Vamos, que te cagas en la oficina pensando que lo haces sobre tu jefe y así demuestras lo duro, insobornable e independiente que eres como trabajador, lo desafiante que te vuelves cuando te sientes maltratado. La contraparte es qué pensará tu superior. ¿Acaso piensan que el director o el gerente de turno soborna a empleados chismosos para que le revelen estos detalles escabrosos de lavabo? ¿Hay alguien en la empresa que lleva la cuenta de las veces que los trabajadores van al baño y de si suena la cadena como elemento revelador del uso dado al pony de porcelana? ¿Los convenios colectivos regulan complementos salariales al chivato? ¿Se sentirán ofendidos los jefes si en el informe mensual aparece que el empleado 14.672 presume en la cafetería de ir a desaguar a la oficina?

Todo esto, señora, son dudas razonables fruto del análisis de una situación cierta, como es la expuesta en estos dos posts que tampoco pasarán a la historia del blog. Pero como hablan de váteres y culos y tal, pues es gracioso. Sí, ya sé que es patético intentar alargar la broma de la caca en el trabajo un post más, pero qué quiere que le diga, tengo el ingenio obstruido. La mala dieta, debe ser.

Pasión por el trabajo

Hoy toca escatología, señora. Sepa entenderme, pero se me ha iluminado la bombilla y son momentos que hay que aprovechar como si fueran el último.

A ver. Me ha dado por acordarme de un conocido mío que quería tanto, tanto, tanto su trabajo que en la oficina hacía media vida. Tal era su apego (supongo que sigue siéndolo, porque no me consta que la crisis ni los ineptos de sus jefes lo hayan mandado a casa) y su implicación con la empresa que entendía su despacho como si fuera su mismísimo hogar. Quise pensar eso cuando otro compañero me contó que entre los hábitos del individuo estaba venirse pronto (a eso de las doce del mediodía), y antes de descolgar el teléfono, sentarse en el pony de porcelana para aliviar aguas mayores. Así, día a día durante veinte años, ambientando los pasillos con su fragancia personal, buscando el acomodo del mármol colectivo. Le eran indiferentes los rumores de los compañeros que criticaban estos usos.»Debe ser que en su casa no encuentra esta intimidad, o que aquí le tiene cogido el puntito al váter», me explicaba a mí mismo. Luego supe que en el fondo solo era pa joder, porque así le hacía la puñeta a otro compañero que era el encargado de la limpieza (y que compraba el peor papel higiénico para provocar escozores).

Yo me sentí siempre un incomprendido (incluso a día de hoy), porque como en casa no me encuentro en ningún sitio para estos menesteres gástricos. A mis treinta, sigo descubriendo con sorpresa que existe una subespecie humana que va a cagar al trabajo. Que no me parece mala cosa, señora. Pero si entran en este blog, que sepan que es un feo detalle dejar pruebas sobre el mármol para recordarle al siguiente visitante del w.c. las actividades realizadas. Eso que está ahí detrás es la escobilla, y no, no viene de Fukushima.

Ya está, señora.

Aborrecer

Este post va con varios días de retraso. Exactamente, desde el primer día en que paseando por los pasillos del Hipercor tronaban los puñeteros villancicos. Horror. Cada año, la Navidad empieza antes. Y por esta cochina manía de intentar revivir el espíritu consumista que nos sobreviene en estas fiestas, nos taladran los oídos con los peces en el río, la campana sobre campana, el yo me remendaba yo me remendé, y demás composiciones tortuosas. Se los sufré además en unas delictivas grabaciones de voces infantiles, que me lleva a preguntarme qué clase de sucias artes se emplearon para engatusar a los nenes. A mi me suenan igual que las que escuchaba en mi niñez. Lo que me lleva a suponer que es la misma grabación de hace veinticinco años, entonces en cassette, ahora en cd, próximamente en Spotify. Lo rancio nunca caduca.

La variante andaluza es peor, con los llamados «villancicos flamencos», que ya se los puede imaginar. Si no, en Canal Sur TODOS LOS AÑOS tiene cuatro horitas de artistazos arrancándose por ellos con su caja y su guitarra, y sus palmeros, y el belén, y una fogatita pa combatir el frío, y mucho ole y muche ele. ¿Qué haríamos sin la televisión pública andaluza? Inventarla, sin duda.

Y nada, aquí por el sur echando las navidades, en este balneario ya habitual, no todo lo corto que quisiera. Y supongo que por estos impuros pensamientos, me ha castigado la divinidad de guardia haciendo que me olvidara mi disco duro con música en Santiago.

Despierta!

Qué bien ha cantado siempre y qué buen rock ha desplegado en directo durante años la Orquesta Mondragón de Gurruchaga… Uno de los mejores conciertos que un servidor recuerda de las Fiestas de las Angustias, habitualmente reducto de la pachanga y el flamenquito imperante. Aunque este «Get Ready» sea una versión de un clásico de Rare Earth de la década de los setenta. Por cierto, que este año tampoco podré pasar el 8 de septiembre en Ayamonte. Ya he perdido la cuenta de los años que hace que me ausento. Creo que tampoco me echan de menos.

pd: aún late un corazón rockero, señora, no se asuste!

Lluvia lejana

La que cae en Andalucía y que previsiblemente pasará por agua el Jueves Santo. Me invade cierta desazón, sobre todo por los amigos y hermanos de esa hermandad de Jesús Caído en la Villa ayamontina. La Amargura probablemente no paseará por las calles de su barrio, ni irá al encuentro de la Ribera, ni sentirá el hombro de todos los que la llevan de regreso a su Parroquia del Salvador alrededor de las dos de la madrugada, instantes antes de que «el Viejo» salga de su capilla para quedar en manos de su pueblo. Este año, Padre Jesús no recibirá en el Socorro, sino que tendrá que girar visita al corazón villorro para saludar a la señora que salió del taller de José Vázquez. Son instantes de emoción y pasión que no se vivirán en 2011, y que por tanto se perderán en el limbo de los momentos que nunca llegaron a ocurrir. Un duro y amargo castigo para las cientos de personas que trabajan para ese día del año en que pueden exhibir a la virgen. Y éste al final no llega. Vaya a todos ellos un enorme abrazo de comprensión y ánimo, para que vuelvan a desvivirse otros 364, hasta que la Puerta del Perdón vuelva a abrirse con una cruz de guía.

Que me perdonen…

…los buenos amigos de Ayamonte a los que, esta vez tampoco, no he ido a ver en las recientes vacaciones navideñas. Mi calculada dieta de PS3 y lectura me ha retenido en mi balneario doméstico los escasos cinco días que he tenido de asueto. Lo que no quita que no los haya tenido presentes cuando he dado instrucciones a la gobernanta de mi casa acerca de que hay unos titulillos esperando a ser recogidos por el interesado oportuno, concretamente los tomos 3 y 4 de la «Canción de hielo y fuego» de George R. R. Martin, a quien solo le deseo que deje de una puñetera vez de controlar la grabación de la primera temporada de la serie de la HBO y ponga el punto y final a la quinta entrega de la saga. Que contento me tiene.

Y a los afectados por mi condición eremita, que sepan disculparme, pero diciembre ha sido un mes movidito de trabajo y necesitaba nihilismo en vena para poder afrontar las exigencias de enero. En el fondo sé que lo llevarán más o menos bien, porque para eso son amigos, y no la Inspección de Hacienda. A la próxima (fecha indeterminada) prometo no fallarles.