En un callejón lóbrego, probablemente víctima de las deficiencias en el saneamiento de la ciudad, con salida a la laguna y vistas a la Giudecca, acabo de encontrar un sitio en el que habitar una semana a finales del otoño. Primero fueron unas horas, luego un par de días, más tarde tres jornadas, y ahora necesito una semana completa. Y me seguirá sabiendo a poco. Es lo que me pide el cuerpo, huir una semana a Venecia y resetear la cabeza, cambiar el ruido de los coches por el arrullo de sus mareas, por el frío de sus callejuelas sumidas en la borrasca, por sus plazas en miniatura, por sus iglesias enjutas y que esconden tesoros a oscuras, por las pizzas de Marco, por la decadencia más hermosa que jamás se vio, por la Cuarta de Mahler, por los pasos de Guido von Aschenbach, por las ingenuas parejas que creen en el poder romántico de las góndolas, por un puñado de Tintorettos que merecen ser vistos sin resaca, por una inspiración que se esconde tras una máscara de carnaval, por un aqua alta convertida en espejo de la ciudad, por un anonimato deseado, por toneladas de spritz, por un puñado de recuerdos y por otro de deseos.
¿No le parecen razones suficientes, señora?