Siempre me he sobrevalorado bastante. Soy consciente de que, salvo Superman y un tío guapo, me he creído muchas cosas hablándome al espejo. De chaval, creí que eso del ajedrez era una cosa menuda, de sentarse un rato, aprenderse las reglas de cómo se mueven alfiles y caballos y ya está. Vamos, que no era Kasparov porque no me lo había planteado. Es lo que me digo con mi triste figura: no adelgazo porque no he adoptado el propósito. Aunque ahora, con algunos añitos más, reconozco que por mucho que me ponga, no me da la gana bajar de talla.
La cuestión ajedrecista entró y salió de mi adolescencia tan pronto como se pierden seis partidas seguidas a manos de otros jóvenes que, con algo más de humildad y buen criterio, recibían clases en una escuela municipal. El orden de las cosas siempre se impone. Y el consuelo que me apliqué fue decirme que «bah, en el fondo, podría ser un gran maestro, pero mi atención debe recalar en otros asuntos». Todo un prodigio de consistencia, como ve.
Ahora, en otra órbita y edad, el ajedrez es una estupenda metáfora sobre las relaciones personales. Hay dos individuos (reparta los géneros como mejor guste), que van moviendo fichas por el tablero. Pueden parecer operaciones inocuas, gestos vacíos, hasta que uno desvela sus intenciones cuando planta la pieza adecuada y pronuncia eso de «jaque». Ya sabes qué busca de ti, obviamente, darte «mate» y ganar la partida.
Ando dándole vueltas a la metáfora porque me parece muy gráfica. ¿Hasta que punto las personas necesitamos que nos digan «jaque» para ver la jugada del rival? ¿Somos capaces de anticiparnos e interpretar lo que nos rodea antes de que sucedan los acontecimientos? ¿Podemos hablar de tácticas de apareo ajedrecista? Escribiendo estas idioteces, ¿alguien se explica cómo pude engañarme y pensar que derrocaría a Karpov?