la vida

Jaque

Siempre me he sobrevalorado bastante. Soy consciente de que, salvo Superman y un tío guapo, me he creído muchas cosas hablándome al espejo. De chaval, creí que eso del ajedrez era una cosa menuda, de sentarse un rato, aprenderse las reglas de cómo se mueven alfiles y caballos y ya está. Vamos, que no era Kasparov porque no me lo había planteado. Es lo que me digo con mi triste figura: no adelgazo porque no he adoptado el propósito. Aunque ahora, con algunos añitos más, reconozco que por mucho que me ponga, no me da la gana bajar de talla.

La cuestión ajedrecista entró y salió de mi adolescencia tan pronto como se pierden seis partidas seguidas a manos de otros jóvenes que, con algo más de humildad y buen criterio, recibían clases en una escuela municipal. El orden de las cosas siempre se impone. Y el consuelo que me apliqué fue decirme que «bah, en el fondo, podría ser un gran maestro, pero mi atención debe recalar en otros asuntos». Todo un prodigio de consistencia, como ve.

Ahora, en otra órbita y edad, el ajedrez es una estupenda metáfora sobre las relaciones personales. Hay dos individuos (reparta los géneros como mejor guste), que van moviendo fichas por el tablero. Pueden parecer operaciones inocuas, gestos vacíos, hasta que uno desvela sus intenciones cuando planta la pieza adecuada y pronuncia eso de «jaque». Ya sabes qué busca de ti, obviamente, darte «mate» y ganar la partida.

Ando dándole vueltas a la metáfora porque me parece muy gráfica. ¿Hasta que punto las personas necesitamos que nos digan «jaque» para ver la jugada del rival? ¿Somos capaces de anticiparnos e interpretar lo que nos rodea antes de que sucedan los acontecimientos? ¿Podemos hablar de tácticas de apareo ajedrecista? Escribiendo estas idioteces, ¿alguien se explica cómo pude engañarme y pensar que derrocaría a Karpov?

Soluciones

Hoy me disfracé de arqueólogo y rebusqué en el archivo de este blog. De vez en cuando lo hago, para reconfortarme pensando que hubo un pasado mejor, pero que también llegó a ser mucho más doloroso. Siete años y medio de historias dan para muchas reflexiones, señora. Albergo una duda respecto a todo en esta vida. Dado que creo que nuestro futuro, nuestro día a día no está escrito, tengo la convicción de que podemos lograr todo aquello que nos propongamos. Es decir, que existen hojas de ruta para que, saliendo de nuestra casa, podamos llegar a ser presidente de la comunidad de vecinos o tuitero de éxito. O consigas salvar una relación.

Esas hojas de ruta son las que poseen los inexistentes guardianes de nuestro destino. Son como los libros de soluciones de los juegos de ordenador. Te dirían a dónde ir, qué hacer y qué decir, en qué momento realizar tal acción o cómo reaccionar a tal otra. De alguna manera, sería traicionar al libre albedrío por el que nos regimos. Llegaríamos incluso a engañar con mayúsculas a quienes nos rodean, por cuanto nuestras acciones y afirmaciones no serían sinceras y espontáneas, sino fruto de la trampa.

Por eso, me quedo con una reflexión mía que hice hace más de cinco años en este mismo blog: «La palabra es el poder máximo, y cuando no conseguimos nuestro objetivo es que no hemos empleado las adecuadas». Porque en el fondo, la mayoría de nuestras victorias y nuestras derrotas siempre dependen de nosotros mismos. Apúnteselo, señora.

Estancias

Casi le puedo asegurar, señora, que voy a seguir en Galicia un tiempecito más, sorteadas las corrientes que pretendían arrastrarme con la mejor de las intenciones a otras latitudes ligeramente meriodionales. Ya ve, me he hecho un sitio aquí, en mitad de la piedra compostelana, una dulce rutina que rompo gustosamente con el beneplácito de la consentidora de Noia (una de las personas más nobles que conozco) para respirar aires con menos humedad de tanto en tanto. Cuando hay un buen equipo, cuando las cosas salen bien, cuando se alcanza una cierta estabilidad emocional, cuando uno disfruta con lo que hace, cuando se aprende a sortear las lecciones gratuitas no deseadas, cuando se conocen los suficientes bares, cuando los camareros saben qué bebes, cuando el casero te consiente dejarle a deber cinco meses de garaje sin mosquearse, cuando los buenos amigos no escasean, cuando te inicias en Wagner, cuando acabas de pagar la letra del coche, cuando echas de menos Compostela como si fuese tu casa, cuando tu casa no te parece que esté lejos porque te acostumbras a su distancia, es en ese mismo instante cuando te puedes considerar dichoso. Yo me lo siento a día de hoy. Pero esto ya se sabe que son humores cambiantes. Así que mientras dure, es motivo de celebración. Esta en Santiago está siendo una estancia inolvidable. Y va pa ocho años.

El momento

Es tan estúpido como entrar en el blog, decirme «pues sí que ha quedado bonito», y seguir navegando en busca de algo que me llame la atención, una meta que pocas veces consigo. Y así pasan los días, y esto se queda sin actualizar. Que luego me digo, señora, que cómo me preocupo por un sitio donde entran tres personas simplemente para saber que sigo vivo. Casi hasta bastaría añadir un «eh, que sí», e irlo renovando eventualmente, a modo de señal de vida. Pero eso sería demasiado simple, y la vanidad de este crooner de pega no quedaría satisfecha. Hay que adornarse, oiga.

El momento es ahora, claro. Pie con dedo fracturado (no pregunte, no pregunte), te con sabor a vanilla, humo negro en el aire y cenizas en el fregadero, resaca de Nucci, y una maravillosa Semiramide londinense regalo del Santo Oficio haciéndome levitar. En la cabeza, un viaje sin retorno a la capital del reino y recuerdos de una inolvidable visita a Venecia y Florencia con Rinconete y Cortadillo. El tren de la vida puesto en marcha de nuevo, y a la espera del vagón que nos haya de llevar a la próxima estación. Y en la mesilla, Agatha Christie, muchos años después, hablándome de asesinatos e intrigas mundanas.

Y por delante, infinita voluntad para acometer proyectos pero escasas energías. Las justifico con motivos muy fundados, tales como que son barro fresco que necesitan ser modeladas entre mis neuronas. Entre tanto, empiezo a sentirme de ningún sitio, ni de donde estoy, ni donde se supone que iré. Inciertas incertidumbres, señora, qué jodidas son. Tampoco me eche cuenta en demasía. Recuerde que este es un post de relleno. Su hija bien, por cierto.

Elegir

Cuando se habita en la desgana, elegir fórmulas para salir de ella no es tarea fácil. Me ocurre con los libros. Y con las películas. Ni las mejores ofertas, ni las más seductoras propuestas, son capaces de atraerme a sus páginas o deuvedés. De ahí el descomunal ejercicio de motivación para empujarme a un nuevo desafío lector, que no siempre cumple con las expectativas, y que sólo alimenta la desgana para la siguiente elección. Con el cine me pasa una curiosa variante: llevo algunos meses viendo auténtica basura por incapacidad para deglutir alguna película supuestamente interesante por temor a que me defraude o no sea siquiera capaz de terminarla. Siempre me quedarán «Mad Men» y el doctor lisiado.

Por lo que pueda darse a entender, no estoy tan mal de ánimo como pudiese parecer. Digamos que las neuronas de la depresión están junto a Walt Disney y la momia de Lenin. Espero que la crisis no las descongele.

Ruletas

¿Y si, aunque de forma figurada, llegase el día en que jugamos nuestro futuro al todo o nada? Así, en una ruleta donde nuestras oportunidades se reparten en forma de fichas rojas y los caprichos del destino en negras. ¿Es justo? ¿Merece cualquier persona que en un momento concreto pueda producirse un punto de inflexión que marcará el resto de sus días? Sin marcha atrás, sin capacidad de reacción, sin segunda oportunidad. Éxito o fracaso. La opción «a» o la «b». Todo o nada. Caminar por el puente que cruza o caer al abismo de la improvisación. No conozco mayor crueldad en este mundo (aparentemente) civilizado. Cuando dependemos de un hecho concreto, emerge Murphy, y él no conoce la bondad, ni la necesidad, ni la misericordia. Porque aunque no lo crea, señora, hay veces en la vida que aunque se tengan siete millones de fichas rojas y apenas un par de díscolas negras, hay opción para acabar llorando amargamente. Y o se tiene una voluntad y un ánimo de acero, o hay que acabar rezando a los santos.

Por segunda vez, encenderé una vela.

Vender

¿Vendería su alma al diablo, señora? ¿Sería capaz de regatearle un deseo inconfesable por algo tan etéreo como su espectro vital, ese que quizás ni siquiera exista? Si lo hizo el doctor Fausto, yo me veo igualmente con ganas. No, lo mío no es por amor, sino a cambio de talento, de las energías necesarias para la hercúlea tarea que desde hace meses ronda mi cabeza y que sólo necesita una chispa para arder. Y que esa llama acabe convirtiéndose en un caluroso fuego que no sea pasto de la primera ráfaga de aire que sople, sino que llegue a ser fuente de luz. Las esperanzas no deberían depositarse en los sueños. El subjuntivo nunca fue de fiar. Pero señora, ya tengo mi idea. Y mejor o peor, debe darme algún fruto. Siquiera una satisfacción vital. Me vale con que sea pequeñita.

Inoportunidades

No debería, porque en teoría me han traido para aprender nosequé historias de InDesign. Pero con la trayectoria de cursos que tienen en mi empresa, saldré de aquí sabiendo lo mismo que cuando entré. Sé lo que me digo. Pero no me aguanto. Porque este cochino compromiso me impide estar en el día más importante en la vida de un colega, y no señora, no es el de su divorcio, sino su boda. La ilusión de compartir con él (y su novia) y un puñado de buenos amigos esta fecha se ha ido al traste por esas inoportunidades que nos regala el destino de tanto en tanto. No estar presente no me impide desearle no ya lo mejor, sino lo siguiente. Y que viva, si es capaz, todavía mejor que hasta ahora. 

Vuelvo a mi modo diseño. Qué cruz.

Spoilers

Es una gente que te revienta el final de las películas. Así que si entra en un foro de esos de marujas que usté frecuenta, señora, y ve un cartelito de «atención spoilers», es algún fulano que intenta hacerle la puñeta. Su placer está en fastidiar, en tocar las narices arruinándonos la ilusión por algo que nos la genere, y en internet abundan. Lo mejor es evitarlos para minimizar males mayores. No vaya a ser que se le suba la sangre a la cabeza y escriba cuatro cosas que no deba, créame. Y sí, ahora que lo dice, en la vida también los hay, amargados con su existencia y a la procura de contagiar sus miserias al que les pase cerca. Haga como en internet, señora, pase de ellos. No merecen la pena, por difícil que resulte a ratos girar la cabeza y no regalarles una mirada de lástima. Incluso su misericordia podría alimentar su arrogante personalidad y tomarla con usté. A veces hay que tomar decisiones ingratas para esquivar a este tipo de gente. La tranquilidad de uno está muy por encima de esas pequeñas concesiones a la infelicidad. Mejor vacunarse a medicarse.

Huecos

Otra variable de los días tontos es en los que no hay argumentos ni razones para estar apagado, y sin embargo se está. Quien dice tonos grises dice también extraños pesos en la conciencia por malas obras inexistentes. O puede ser otra cosa. Puede ser que la ausencia de felicidad deja huecos que la inercia llena de amargura y atonalidad anímica. Lo peor es cuando ni siquiera la imaginación arroja una ensoñación del nirvana perfecto y sólo resta esperar que salga el sol otro día e ilumine con más fuerza, la suficiente para alumbrar nuevas sensaciones y pensamientos. Me falta algo, y no sé qué. Y eso me jode.