La gabardina

Encariñarse de una prenda de ropa tiene algunos riesgos sobrevenidos. Quizás el más preocupante sea que, con el paso del tiempo y un cuidado inadecuado, pueda devenir en andrajo, y hacernos pasar por míseros sin techo. Trascendamos incluso el aspecto meramente estético. Piense, señora, que llegue ese punto en que no se encuentre a gusto con ella puesta, que le invada una profunda sensación de hastío, de cansancio. Imagínese, por ejemplo, una gabardina, de esas con trazas de guardapolvo. Se estropea la tela, y acaba por ajarse aquello que guarda cuando arrecia la lluvia.

Es pues la hora de tirarla, de pasar percha e irse de tiendas. Pero no, nos invade ese temor de que puede que no encontremos una gabardina igual, que es irremplazable, y que si ha estado tantos años con nosotros, ¿cómo podemos hacerle ese feo inexplicable de mandarla al ropavejero? ¿Qué insensible haría eso? ¿Cómo podríamos así herir sus sentimientos? Y con las mismas, seguimos con la gabardina puesta, aunque ya no nos guste, no nos siente bien, aunque nos veamos desastrados en el espejo. Incluso a veces fabulamos explicaciones que nos decimos a nosotros mismos: es que no tengo tiempo de ir de compras.

Bien mirado, este es un post bastante estúpido. O eso, o no va realmente de gabardinas.

Deja un comentario