Rancho literario

Estamos perdiendo algunas expresiones muy gráficas y propias de la España de comienzos del siglo pasado. Una de ellas es el rancho, aquella comida cuasi patibularia que servían en dosis racionadas a la tropa que estaba acuartelada o movilizada en cualquier conflicto. Sus ingredientes eran desconocidos. Solía ser una masa pastosa, un supuesto caldo o guiso con presuntos trozos de carne (sin determinar), en ocasiones con la suerte de poder masticar un tropezón que maquillase el aguado sustento líquido. Como somos unos modernos, hemos dado paso a la expresión «menú del día», que es una contradición en sus propios térmimos: si el concepto menú se refiere a una carta variada de platos, éste no puede entonces limitarte a elegir entre dos primeros y dos segundos por ocho euros, con postre y café. Me gusta la idea de rancho como alimento neutro, sin forma ni sabor definido, y que cumple la sacrosanta misión de quitarnos el hambre antes de darnos de guantazos. Hay libros así. Y películas, incluso. Pero entendiendo la comida como una necesidad vital y la literatura como una creación próxima al arte, es una pena convertir una historia en un producto de consumo sin dejar poso, sin paladearlo. El peor de los libros debería ser como el más sencillo de los platos del chef menos cualificado de una escuela de cocina. No hay sustento en las páginas de una novela. O no debería. ¿Y todo esto a qué se debe? A que he atravesado sin pena ni gloria «Libros de Luca», de un autor nórdico de nombre impronunciable, y que al parecer está vendiendo ejemplares a porrillo. No solo tragamos con el rancho televisivo, sino que estamos extendiendo la epidemia al gusto literario.

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