Ya sabe, señora, que no comulgo especialmente con los mandamientos ni liturgias religiosas al uso. La imposición de principios o verdades fácticas no encaja en mi dieta, qué le voy a contar. Soy de convicciones autárquicas, aislacionista hasta el extremo a la hora de mirar más allá de la nariz. Así me van las cosas, por otra parte.
Una de las cosas de las que más me precio es de intentar ser buena persona. Distinto es que lo logre, porque las intenciones casi siempre se ven truncadas por una torpe puesta en marcha. Las limitaciones de cada uno son las que son, y las de un servidor no son pocas. A veces la diplomacia a martillazos resulta gruesa. Y poco diplomática, valga la redundancia. Considero esencial en una persona la capacidad para reconocer sus errores. Todos nos equivocamos alguna vez cuando llega el momento de tomar decisiones. Incluso erramos si decidimos no tomarlas. Porque la acción o la omisión penalizan por igual. En mi caso, se impone la segunda opción: todo lo que debía haber hecho y nunca hice, por falta de reflejos, por falta de experiencia, por simple ignorancia. Muchas de las derrotas personales devienen de aquí, de este mismo punto.
No siempre me percato de los errores al instante. Algunos emergen como los peces muertos de un río al cabo de un tiempo. Pero ahí están. Y cuando vuelvo a ese río, me siento culpable por sus miradas perdidas y sus cuerpos hinchados. Y tengo la imperiosa necesidad de pedir un sincero perdón. No para sentirme mejor, porque para eso se inventó la masturbación. Sino para que allá donde estén, esas truchas de agua dulce sepan que admito mi equivocación, que merecían otro trato, que soy responsable del pescozón que los agentes del Seprona me puedan propinar por el atentado ecológico. Últimamente necesito reconocer las cosas que hago mal. Y son muchas. Demasiadas. Solo me preocupa que el sincero arrepentimiento pueda ser confundido con maquiavélico oportunismo. Supongo que dependerá de las consecuencias que espere que sucedan tras mi pública contrición.
Volviendo al apostolado inicial, el arrepentimiento viene seguido de la reparación, de la corrección del tropiezo. Lástima que las segundas oportunidades no se estilen.