Mes: enero 2013

Contrición

Ya sabe, señora, que no comulgo especialmente con los mandamientos ni liturgias religiosas al uso. La imposición de principios o verdades fácticas no encaja en mi dieta, qué le voy a contar. Soy de convicciones autárquicas, aislacionista hasta el extremo a la hora de mirar más allá de la nariz. Así me van las cosas, por otra parte.

Una de las cosas de las que más me precio es de intentar ser buena persona. Distinto es que lo logre, porque las intenciones casi siempre se ven truncadas por una torpe puesta en marcha. Las limitaciones de cada uno son las que son, y las de un servidor no son pocas. A veces la diplomacia a martillazos resulta gruesa. Y poco diplomática, valga la redundancia. Considero esencial en una persona la capacidad para reconocer sus errores. Todos nos equivocamos alguna vez cuando llega el momento de tomar decisiones. Incluso erramos si decidimos no tomarlas. Porque la acción o la omisión penalizan por igual. En mi caso, se impone la segunda opción: todo lo que debía haber hecho y nunca hice, por falta de reflejos, por falta de experiencia, por simple ignorancia. Muchas de las derrotas personales devienen de aquí, de este mismo punto.

No siempre me percato de los errores al instante. Algunos emergen como los peces muertos de un río al cabo de un tiempo. Pero ahí están. Y cuando vuelvo a ese río, me siento culpable por sus miradas perdidas y sus cuerpos hinchados. Y tengo la imperiosa necesidad de pedir un sincero perdón. No para sentirme mejor, porque para eso se inventó la masturbación. Sino para que allá donde estén, esas truchas de agua dulce sepan que admito mi equivocación, que merecían otro trato, que soy responsable del pescozón que los agentes del Seprona me puedan propinar por el atentado ecológico. Últimamente necesito reconocer las cosas que hago mal. Y son muchas. Demasiadas. Solo me preocupa que el sincero arrepentimiento pueda ser confundido con maquiavélico oportunismo. Supongo que dependerá de las consecuencias que espere que sucedan tras mi pública contrición.

Volviendo al apostolado inicial, el arrepentimiento viene seguido de la reparación, de la corrección del tropiezo. Lástima que las segundas oportunidades no se estilen.

Jódase

El padre de un buen amigo me reprendió una vez cuando le deseaba a un jefe que cobrase la miseria que percibía yo para entender mi situación. Me miró, negó con la cabeza y me dijo «te equivocas de objetivo, lo que debes es pretender ganar lo mismo que él, no que él gane lo mismo que tú». Una lógica aplastante, sensata, sabia. La suya, claro, no la mía. Porque la de quien escribe respondía al principio del rencor y la envidia que está matando a esta sociedad, que prefiere repartir miseria a aspirar a mejores cotas. Somos así. Cuando alguien lo pasa mal, no procuramos que salga del bache, sino que nos congratulamos con esparcir su miseria para que todos estemos igual de jodidos. Nos gusta el mal de muchos, consuelo no ya de tontos sino también de mucho titulado universitario y político en ciernes.

Así vamos, señora. Sin excepción. Si hay un conflicto laboral con los trabajadores del tren o la sanidad, la solución es adoptar medidas que hagan peores las condiciones de todos sin distinción. «A mi me bajan el sueldo, pero yo a usté lo jodo», vienen a decir. La falta de respeto, el escupitajo en la cara de quien no tiene responsabilidad, la patada en el trasero al ciudadano, es el mecanismo de defensa por sistema. La forma que tenemos de reivindicar es hacer la puñeta al vecino, no porque él tenga la solución, sino porque enfadándolo buscan cómplices con los que aumentar el volumen de la protesta.

El ansia por joder como norma está pervirtiendo nuestra sociedad. Deturpa cualquier perspectiva razonable que se quiera instaurar para hablar de los grandes temas. Cierto que seis millones de parados generan una lógica simplista altamente destructiva, y que hay legitimidad para el enfado. Sería inhumano si lo negara. Pero no perdamos el punto de vista. Ahora hay que congraciarse con la masa enardecida y que en cada decisión haya una dosis de sufrimiento para todos, una distribución de cargas que no nos hará mejores, ni siquiera más competitivos. Pero sí nos hará más felices, porque todos serán igual de miserables que nosotros. O al menos algunos.

Diques

Los individuos somos un poco como un embalse a la hora de contener nuestros problemas. En función de nuestro propio aguante, podemos acumular una mayor o menor cantidad de fatigas, desgracias, miserias, desencantos, penas. Nunca hay suficientes malas noticias en una vida, así que los limites de nuestra presa pueden verse a punto de rebosar si nos descuidamos. Llega ese momento en que un temporal te coge con la guardia baja y las puertas del dique revientan, llevándose todo lo que pillan por delante. La consecuencia se llama depresión, y en casos de catástrofe natural, implican algo más que el diván del psicoanalista. Como si nuestra conducta fuese comparable a la oficina de planificación de una cuenca hidrográfica, es recomendable abrir paulatinamente las compuertas e ir descargando poco a poco agua ante la previsión de borrasca. Alivia la presión y despeja el terreno para futuras lluvias. Los encargados de esta tarea de desagüe son los ingenieros emocionales, también conocidos como amigos, que se prestan en sus ratos libres a esta tarea de ONG de prevención, siempre menos sacrificada que la de atención al fracasado emocional.

Llevamos tres borrascas seguidas en la ciudad, por cierto.

Cielo, pietoso rendila

Hay una creencia generalizada entre el común de los aficionados según la cual ya no se canta como antes. No está exenta de razón, a la vista (y al oído!) de mucho cantante que anda suelto hoy en día por los teatros. Es una reflexión también envenenada, porque de aquel pasado glorioso apenas nos han quedado grabaciones de los más grandes, los que sobrevivieron a la criba del tiempo casi siempre por motivos artísticos. El tamiz no es exacto, señora, también se colaron Tito Gobbi o Fernando Corena, o Mara Zampieri y Floriana Cavalli. Son cosas que ocurren. La flagelación ante el desastroso presente no conduce sino a la frustración y el mesacamillismo de salón, dos sensaciones que impiden gozar en toda su extensión el bello arte de la ópera. Ha de haber algo más, se preguntará usté, señora. Y lo hay. En el erial todavía hay pequeños oasis en los que refrescarse con partituras de Verdi, el autor al que siempre se señala como referencia de canto exigente.

Mi experiencia con Fabio Sartori se limita a un Foresto en un «Attila» milanés de 2011, una función de esas notables, donde las piezas se funden a la perfección encajando en un todo majestuoso, vibrante. Una estupenda suma que resiste cualquier resta que se pueda plantear desde ópticas individuales. El tenor italiano es, quizás junto a Francesco Meli y Piero Pretti, el mejor representante de la cuerda de los líricos puros, con un timbre bello, un agudo refulgente (aunque a veces no todo lo apoyado que pudiera exigirse) y un dominio de las exigencias del estilo como mandan los cánones. Verdi, ya se lo he contado varias veces señora, no pide cantar y punto. no, no. La esencia del canto italiano pide que haya intención en lo que se dice, pero sin descuidar nunca el legato, la unión que se le da a las palabras que componen el recitativo canoro, y sobre todo, manejar las dinámicas, las intensidades, los colores que en cada momento puede exigir la partitura. No es lo mismo cantar una alegre cabaletta que un intenso cantabile o un ardoroso dúo con la soprano, o incluso un trío una vez que aparece ese villano con voz baritonal.

En este pequeño homenaje que quiero rendir a Verdi en el 200 aniversario de su nacimiento, traigo aquí a Fabio Sartori encarnando el rol de Gabriele Adorno, el tenor de la colosal «Simon Boccanegra», una de las óperas tardías del maestro de Busetto. Bueno, tardío fue su éxito después de que se revisara en 1882 tras el fracaso en su estreno, dos décadas antes. El título tiene dos protagonistas esenciales, el barítono que asume el rol titular y la soprano que encarna a Amelia. Ellos dos componen la magia de esta ópera, ella con su escena inicial y sus dos dúos, él con su grandiosa proclama «Plebe, patrizi, popolo» y las escenas con Amelia y Fiesco. Correcto, el tenor da tabaco. Aun así, Verdi le escribió una pequeña escena en el segundo acto, con una doble aria de enorme belleza, en el que por un lado tiene un arranque pasional, vibrante, intenso, y por otro le permite desplegar un canto más dulce y melódico, en ese «Cielo, pietoso rendila». Disfrute, señora.

Tetas

En épocas de crisis, la gente está muy por la labor de protestar. Les va el rollo manifestero. Yo lo respeto con absoluta normalidad, siempre que no conviertan la alteración de mi orden (que puede ser público o no) en un feo hábito. La calle es de todo el mundo, incluso de los que no hemos portado una pancarta en nuestra vida. Ni a favor ni en contra. Y usté dirá, ¿acaso no hubo nada en estos 31 años que te impelió a salir y gritar en defensa de algo? Pudo haberlo. Pero hace tiempo asumí que el berrido es una fórmula ineficaz para ser tenido en cuenta. Cuando tenía cosa de 11 o 12 años, recuerdo que unas inundaciones en un colegio de mi pueblo hicieron que sus alumnos «invadieran» nuestro centro en horario de tarde. Asumo que la utilización del posesivo es inexacta, porque no era «nuestro» colegio, sino el que nos tocaba por obra y gracia de la Junta. Nos daba igual. Los chavales de aquel colegio teníamos una sensación de propiedad, de afecto a aquel viejo y renqueante edificio, y no estábamos dispuesto a compartirlo. Si alguien tenía que romper algo, seríamos nosotros, no los invasores.

Y decidimos que teníamos que hacerle saber al mundo que no queríamos a «los otros», es decir, a estudiantes de nuestra misma edad que se habían quedado sin colegio y que tenían el mismo derecho que nosotros a recibir una educación. Qué astucia se tiene de niño, ¿verdad señora?. Podíamos haber ido en manifestación por las calles del pueblo hasta la plaza del ayuntamiento, haber gritado cuatro consignas y punto. Fuimos más ladinos. Nos plantamos en una emisora de radio (para la que años más tarde acabé trabajando), y leímos un manifiesto terrorista en contra de la ocupación. A la mañana siguiente, el pueblo entero sabía de nuestras fechorías insolidarias. Ríase de una manifa al lado de una buena agitación informativa. De casta le viene al galgo, cierto.

Todo esto venía por la cuestión de la protesta. Ah, sí. Ayer cuatro activistas le enseñaron las tetas al Papa en la Plaza de San Pedro, para quejarse no sé exactamente bien de qué. Supongo que alguna cosa del aborto de esas que persigue la Iglesia y sus fieles. Ya ve. ¿En qué estarían pensando las manifestantes? ¿Qué el Papa reaccionaría al verlas? ¿Pensaban que un señor casi octogenario que necesita gafas para leer sus homilías a veinte centímetros de su nariz va a ser capaz de percatarse de sus enérgicos movimientos seniles (de seno, aclaro) a más de un centenar de metros y desde un quinto piso? Qué optimistas…

La cuestión es si el destinatario de las protestas debe ser el Jefe de una Iglesia que lleva dos mil años defendiendo unos férreos principios (de sobra conocidos) o el resto del mundo (cristiano o no) al que intentar convencer mediante la razón y la educación. Me resulta absurdo, sinceramente. Es como ir a la patronal de los empresarios a clamar contra el despido libre. Mejor negocie con cada patrono y convénzale de las maldades de su fórmula, antes que intentar redimir al Anticristo.

También me pregunto si estas cuatro valientes tienen pensado ir a Teherán a protestar de la misma guisa. O a La Meca. Curiosidad mía, señora.

Intuitivismos

Huya de quien le quiera cambiar algo por otra cosa nueva bajo el argumento de que «es más sencillo de usar». Nunca lo es. La innovación ya no va encaminada a hacer mejores cosas, sino a hacerlas más simples, más fáciles. Como si fuésemos idiotas que en lugar de progresar en nuestra escala evolutiva bajamos peldaños y necesitamos herramientas y utensilios aptos para el homo habilis. En esto esta la tecnología más doméstica. En esto están los genios de la manzana mordida, los herederos de aquel Steve Jobs cuyo epitafio en todos los medios fue que «consiguió que nuestra vida fuese más fácil». Seguro que Jobs no tenía que utilizar iTunes.

La herramienta de Apple para la gestión de música, peaje obligatorio para aquellos que manejamos un iPhone o un iPad, se está convirtiendo en el nuevo Internet Explorer: un programa inútil, superado por otros muchos, pero que no puedes eliminar de tu vida si no quieres descuajeringar el teléfono. Con cada nueva versión del programa, sus creadores lo estilizan más y más, en aras de lo que ellos entienden como un manejo intuitivo, pero que va acompañado por unas instrucciones incomprensibles, que nunca se parecen a la realidad. Más o menos como las fotos de las hamburguesas del McDonald’s. Los mayores momentos de impotencia y desesperación, las peores horas desperdiciadas de los últimos años, las he tenido delante del iTunes, intentando colocar una canción en el teléfono, queriendo cambiar el tono del móvil, organizando las películas del iPad… Una completa tortura, nada intuitiva, muy elaborada.

Ocurre que cuando un ignorante se desespera, todo lo más que puede hacer es mentar a la madre del programador, levantarse e irse a ver la tele. Pero si el cabreo se le produce a un informático, y en el mundo los debe haber a patadas, su reacción probable será hackear el teléfono y mofarse de los mismos programadores. Cuánto más uso iTunes, más crece mi simpatía hacia el hacker que acomete la labor social de burlar los rígidos formatos de Apple y democratizar sus sofisticadísimos cacharros.

Ah, por cierto, señora, este es mi nuevo tono de móvil. Quedé prendado de él viendo «To Rome with love».

No me negará que es pegadiza…

Dependientes

En mis más dulces sueños, la encargada de la sección de música clásica y ópera de unos grandes almacenes es una mujer joven, guapa, de ojos azules, color de pelo variable (me vale casi cualquiera), moderna y, sobre todo, entendida. Es decir, nada de floreros. Esto descarta a un porcentaje altísimo de dependientas de las grandes superficies al uso, no por los requisitos estéticos, sino por los condicionantes formativos. A (casi) todas las guapas les importa un pimiento la cosa esta de las orquestas y los cantantes. No seré yo quien las corrija, a la vista de que a casi todos los tíos (guapos o no) les importa otro pimiento la cuestión musical de violines, flautas y contrabajos. Esto es así y no tiene arreglo. Bueno, sí, pero los mayas se equivocaron y ahora todo es más engorroso de solucionar.

A lo que iba, que me disperso. Dado que el ideal de dependienta es una maravillosa utopía, mis exigencias a la persona que me tiene que atender cuando voy con ansias consumistas a comprar discos se rebajan ostensiblemente. Es más, apenas se limitan a pedir que sea agradable. Así de sencillo. Un tipo majo, un vendedor de los de toda la vida, que te sonríe para que le compres cuarto y mitad de jamón y luego puede llamarte rácano a tus espaldas por haber criticado sus precios. Me da igual. De cara al público quiero que me den la razón. Soy un consumidor tiránico. Yo pago, yo mando. Y quiero a alguien simplemente agradable, que no me haga sentir que le estoy molestando cuando le pido que consulte en el ordenador si tienen en stock una grabación del Festival de Bayreuth del 52.

La vida es caprichosa, y estas cosas te caen en la frente. Ni chica maja, ni chica a secas, ni tipo entendido, ni tipo agradable. Nada. La fortuna me ha regalado un dependiente arisco, generalmente desabrido, que utiliza la cara de asco como armadura para que los clientes huyamos de él y le demos la lata a alguna de sus compañeras. Sólo transijo con la gente así si a cambio tiene algún talento especial, como por ejemplo el conocimiento. Por muy desagradable que sea un vendedor, soy capaz de empequeñecerme gustosamente si me descubre un disco que yo ignoraba y que me eleva a las alturas celestiales. Tampoco. Hoy, los dependientes son bases de datos andantes, que sólo saben si tal o cual libro o disco está en aquel estante, pero que, por supuesto, ni han leído o escuchado. Ni ganas. Y si cometes el error de recomendarle que lo hagan, a modo gentil de mejorar su formación, la respuesta es un «sí, claro, claro». Tontos y encima orgullosos.

Así pues, mi vendedor de cabecera no me sonríe, me crea un complejo de estorbo cada vez que intento preguntarle algo y encima se queda con la comisión por cada venta que hace conmigo. Si al menos tuviera los ojos azules…

Festejos (I)

Este 2013 se cumple el bicentenario de dos compositores, quizás los más importantes en el repertorio italiano y alemán de todos los tiempos, Giuseppe Verdi y Richard Wagner, respectivamente. Poco hay que yo pueda añadir de ambos. El primer fue el responsable de asumir los postulados de un estilo ligero, como era el belcantismo, al servicio de las capacidades exhibicionistas de las divas del momento, y reconducirlo hacia el melodrama romántico, con una mayor profundidad en los personajes, una intensa hondura dramática y una humanidad refulgente. Verdi guía durante cincuenta años la evolución de la ópera en la Italia del s. XIX, desde el post-belcantismo hasta las puertas del verismo finisecular, una vida consagrada a la música, surgida desde el autodidactismo, y con momentos de genialidad sublime. El discurso wagneriano, debo admitir, no es fácil a primera vista. El autor alemán fue también un revolucionario, en el fondo y en las formas. Dotó a su producción de una espiritualidad y misticismo desconocidos hasta el momento, que complementó con el diseño de un teatro (Bayreuth) específico para sus representaciones, en las que incluyó novedades como el apagar las luces en la sala. Wagner es el gran revitalizador de la orquesta, el que la convierte en protagonista de la ópera junto a los solistas, además de incorporar elementos como los leiv motivs en sus composiciones, que se repiten a lo largo de las partituras. Wagner es el autor total, que componía la música y escribía los libretos, todos de un marcado carácter mitológico. Se puede tardar en entrar en su obra, pero la seducción está asegurada.

Para festejar a mi modo este bicentenario, al igual que otros muchos teatros por toda Europa, voy a ir colgando por aquí mis momentos favoritos de uno y otro compositor. Como aficionado nacido y criado en la faldas verdianas, el estreno tiene un genuino sabor italiano. Es la «Sinfonía» del Nabucco, la primera obra maestra del músico de Busetto, con la que alcanzó de inmediato fama nacional y gracias a la que pudo seguir componiendo. En sí, el estilo verdiano todavía no está depurado, la composición puede pecar de simple, pero tiene ese fuego, esa raza y carácter que despiertan al espectador y le hacen emocionarse. Esta obertura no tiene nada de especial, porque no es sino un popurrí de las melodías que van desfilando por la obra, pero siempre me ha parecido mágica. Además, la presento con Riccardo Muti a la batuta, probablemente el mejor director de ópera italiana de los últimos ¿30 años? Sí, probablemente. Un maestro capaz de crear desde el foso, y no limitarse a agitar las manos. Un lujo. En esta ocasión, el video procede de un concierto especial celebrado en la Cámara de los Diputados, con motivo del 150 Aniversario de la Unidad de Italia. Un bofetón en la cara de una casta política privilegiada, apoltronada y tóxica para el país, a los que se les recuerda que la cultura es también patrimonio italiano, y por extensión, de la Humanidad.

Caramelos

Viendo el pasado día 1 el concierto de Año Nuevo, con el soseras de Franz Welser Möst a la batuta, me vino a la cabeza una costumbre que hay en algunos teatros centroeuropeos. En ellos, en los pasillos laterales de las salas de conciertos, hay unos pequeños dispensadores de caramelos (sin papel de envoltorio) para que el espectador aquejado por la tos eche mano de ellos y alivie el ataque, de modo que no se moleste al resto de personas y se eviten molestos ruidos durante la representación. Es un ejemplo de esta urbanidad tan austrohúngara que gastan los alemanes y sucedáneos, y que tiene la otra cara de la moneda en las hordas de borrachos que exportan a Mallorca entre abril y octubre. Háblale de caramelitos a un jíbaro de la Baja Sajonia que empieza a beber cerveza a las once de la mañana y no tiene pensado terminar hasta que el hígado le explote.

Esto venía al caso porque hace unos días, mientras pajareaba por un centro comercial, eché de menos caramelitos de este tipo cuando me vi rodeado de seis carritos de bebés, berreando como posesos, haciendo constar su completa desgana por estar allí acompañando a sus madres en la compra de regalos para la puñetera Navidad. Entiendo que las progenitoras desarrollen una insensibilidad auditiva ante los molestos gritos de sus dulces querubines, sospecho que en consonancia con el aumento de las mamas y la producción láctea. Va todo en el pack. Pero el resto de los mortales, que ni tenemos niños ni ganas de tenerlos, nos sigue jodiendo una barbaridad que se nos ponga un carrito por el medio, que su inquilino esté intentando dar las escalas musicales en fortissimo y que encima no afine una nota. Y si a la coral serafínica le añade en perfecta conjunción el seriel de villancicos que trompetean por el hilo musical del centro comercial, lo más aconsejable es el suicidio. O en su defecto, la huída irremisible hasta después de las dos primeras semanas de rebajas. Todo plazo preventivo es poco.

Claro está que a niños de tan corta edad, un caramelo puede afectarles a sus niveles de azúcar y generar un problema mayor que la contaminación acústica. Yo por eso soy más partidario de los somníferos. En dosis cortitas, se entiende. Pastillita minúscula para el churumbel y siestecita que se pega para satisfacción no sólo de la madre que lo parió, sino del colectivo de seres humanos que comparten el mismo espacio cerrado. Ya despertará, no se preocupe, señora. Siempre lo hacen. He visto cosas similares en la Noche.

Reseteo

Partamos de la base de que cuando uno se levanta con mal pie un día, y la situación de miseria se prolonga durante varios días hasta tocar fondo, lo más normal es que llegue un punto en que no se pueda caer más y lo único posible sea levantar cabeza. Algo así ha pasado con el cambio de año. Un espantoso fin de diciembre ha dado paso a un enero con posibilidades de mejora, aunque sin excesos de confianza. Aquí incluso ha salido el sol. Lleva dos días refulgiendo y secando charcos, que tras una semana lloviendo sin parar, había convertido la ciudad en una especie de pantano interminable. ¿Ha cambiado algo de entonces a ahora? Pues no, en 48 horas la vida rara vez da giros de esos copernicanos que nos catapultan de un estado de ánimo al opuesto. Acaba siendo como un dolor de cabeza o una migraña, que tan pronto viene como se va. No hay explicación. O puede que sí la haya, y que el principio del fin sea el momento en que te sientas y expulsas las miserias a través de esta bitácora. Ya lo digo siempre, es el mejor diván que conozco. Y el más barato, sobre todo desde que no tengo una pareja psicóloga.

¿Qué le pedimos a este año? Un servidor, poca cosa. Cuando pides corres el riesgo de que el destino no te provea de las cartas necesarias para hacer una buena jugada, y por tanto, vayas de chasco en chasco. Es más fácil y simple dejar que todo vaya sucediendo a tu alrededor, y llegado el momento, dar un paso adelante, subirse al tren que ya esté en marcha. Planificar la vida es alimentar fracasos futuros. Lo único que hago a más de una semana vista es comprar entradas de ópera. Y la crisis va a recortar este noble vicio considerablemente. La frivolidad también tiene un límite, por cultural que sea. Siquiera para ir al teatro de la esquina.

Aunque en el fondo sí albergamos sueños para 2013. Pero ni siquiera los verbalizamos. Los escondemos profundamente, como mucho pensamos en ellos muy superficialmente. Porque nos decimos que descartándolos existe esa posibilidad de que la Ley de Murphy se aplique y los convierta en realidad. Sobre todo los que no dependen de nosotros. Un razonamiento tan estúpido como otro cualquiera. Así somos, reseteamos nuestros pensamientos con el nuevo año pero siempre queda algo latente que resiste. Quizás porque no se alberga en la cabeza. Qué idiotas somos.